Abrir o cerrar las fronteras. Un dilema filosófico

Una de las principales controversias dentro de la filosofía política de las migraciones gira en torno a la presunta potestad de los Estados a controlar sus fronteras o si, por el contrario, prima el presunto derecho de los migrantes a cruzar las fronteras e instalarse en el país de su elección. En esta entrada se pondrá el foco en el debate, aún sin dirimir, “entre los partisanos de los confines cerrados y los promotores de los open borders” (Di Cesare 2020: 12).

¿Tienen los Estados derecho a limitar la libre circulación?

La construcción de muros en los últimos años ha reabierto el debate nunca solventado acerca de la legitimidad de los Estados para cerrar o abrir las fronteras o, con otras palabras, si a los Estados les asiste un derecho incondicionado a limitar la libertad de circulación de las personas mediante la aplicación de controles fronterizos y restricciones a la inmigración.

La doctrina jurídico-política dominante coincide en que el control de fronteras es una potestad soberana de los Estados, una posición que ha sido actualizada, entre otros, por Michael Walzer, Michael Blake y David Miller, quienes apelan al derecho de las comunidades políticas a determinar autónoma y unilateralmente sus propios límites y señalar los criterios de pertenencia. Junto a otros autores conservadores, comunitaristas y liberal-nacionalistas, argumentan que, con el fin de mantener su estilo de vida, su cultura política o su nivel de bienestar, algo a lo que tendría derecho todo pueblo constituido en Estado, las sociedades están facultadas a limitar la inmigración y, por tanto, tienen derecho a excluir. Según estos autores, la política de recepción de inmigrantes ha de responder a los particulares intereses de la sociedad en cuestión y, sólo en segunda instancia, a una obligación articulada en términos universalistas de justicia.

Algunos filósofos establecen un paralelismo entre la libertad de asociación de los individuos, que conlleva también la libertad para no asociarse con otros, y el derecho de las comunidades políticas a controlar su forma y su tamaño. Así se justificaría el empleo por parte de los Estados de controles fronterizos para obstaculizar el acceso a sus territorios a los no miembros y la aprobación de normas legales que impidan la adquisición de la condición de miembros de pleno derecho.

No cabe duda de que estas posiciones conectan con presunciones tan asentadas en la política contemporánea como la de la inviabilidad de la apertura de fronteras o la facultad de los Estados para restringir sin cortapisa alguna el acceso al territorio soberano y determinar unilateralmente las condiciones de «elegibilidad» de los candidatos a la inmigración.

¿Es la libertad de movimiento un derecho humano?

El punto de vista más convencional sobre esta cuestión soslaya, tal como se acaba de señalar, el derecho de las personas a establecerse en un país que no es el suyo. Contra esta opinión, se han posicionado autores como Phillip Cole, Michael Dummett o, especialmente, Joseph Carens, quienes abogan por fronteras abiertas, apelando a la libertad de movimiento, el utilitarismo y la justicia social.

Carens abrió un fructífero debate al introducir un elemento disruptivo en el discurso hegemónico: “El objetivo del argumento de las fronteras abiertas es desafiar la complacencia, hacernos conscientes de cómo las prácticas democráticas rutinarias en inmigración niegan la libertad y ayudan a mantener la desigualdad injusta” (Carens 2013: 296). A la vista de los presupuestos normativos del liberalismo (como son el igual valor moral de todos los individuos y su primacía moral sobre las comunidades), Carens insistía en que lo más coherente sería abrir las fronteras y asegurar así el derecho fundamental a salir del propio país a la vez que se garantiza el derecho de entrada en otro.

Entre las estrategias básicas de quienes abogan por esta posición se encuentra precisamente argumentar que la libertad de movimiento es un derecho humano reivindicable con independencia de cualquier otra consideración. Así, sin embargo, no se cierra el debate, sino que se abre, pues lo más arduo estriba en determinar el contenido de un derecho a emigrar (si sólo incluiría el derecho a desplazarse a otro país o si abarcaría también el derecho a establecer residencia en otro Estado y a trabajar allí) o cómo podría implementarse el derecho a emigrar desde cualquier país, esto es, si ello requeriría bien un derecho simétrico a emigrar a cualquier país o bien un deber global entre todos los Estados de distribuir el derecho a la entrada entre aquellos que buscan salir (Cole 2000: 43-59).

Frente a la tesis de que el derecho a emigrar representa una protección para los individuos contra los regímenes autoritarios y no implica que los Estados no sean libres de elegir a quiénes dejar entrar, pues “inmigración y emigración son moralmente asimétricas” (Walzer 1993: 52), cabe señalar que este distingo no es sino formal. En una coyuntura en la que cada año miles de personas perecen en el Mediterráneo en el intento de llegar a un país seguro, no deja de ser un tanto jesuítico tratar de separar las dos caras de una misma moneda.

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Una versión más extensa y completa de este artículo se encuentra en “Abrir o cerrar fronteras, un dilema filosófico-moral”, publicado en FILOSOFÍA & CO, nº 4 (marzo 2023), pp. 6-9.

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