Violencia y control de las fronteras

Después de que en aguas de Ceuta fallecieran ahogados quince inmigrantes subsaharianos que pretendían acceder a nado al territorio de soberanía española y cuyo empeño fue obstaculizado por la acción de la Guardia Civil, llama poderosamente la atención que el debate público apenas sobrepase el nivel de las habituales escaramuzas partidistas y las cuestiones de fondo queden soslayadas. Ese grave suceso no es un caso aislado, sino una expresión más de un problema estructural al que los países ricos deben dar una respuesta cabal. Se da sin más por sentado que los Estados están legitimados jurídica y moralmente a ejercer un control discrecional sobre la inmigración. Cabe cuestionar este supuesto y preguntarse qué es lo que faculta a los Estados a emplear la violencia física contra quienes sin armas intentan acceder irregularmente al territorio de su jurisdicción, a hostigarlos e incluso a agredirlos.

Muchos Estados ricos, no sólo España, hacen uso de la fuerza coercitiva para impedir la entrada a los candidatos indeseados a la inmigración bajo la cobertura de un presunto derecho de admisión. Quienes tratan de cruzar las fronteras estatales se toparían así con el empleo legítimo de la violencia estatal. Las fronteras tienen guardias, después de todo, y estos guardias tienen armas, aunque a veces se les denomine medios antidisturbios. Que estas prácticas sean raramente cuestionadas en nuestro mundo no significa que no sean censurables. Si se da por buena la primacía de la vida humana como fundamento de la vida social, lo mínimo sería que quienes proponen usar la violencia física tuvieran que justificar, de una manera que se respete la igualdad moral de todos, por qué se tiene el derecho de actuar de este modo. Los Estados no pueden exigir el reconocimiento del derecho a emplear fuerza coercitiva para rechazar a los candidatos a la inmigración sin justificar de manera motivada en cada caso la imposibilidad de actuar de otro modo. No es que los inmigrantes tengan privilegios ni derechos especiales, es simplemente la aplicación de una idea en la que todos coincidimos: el uso de la violencia tan sólo es legítimo si guarda una estricta proporcionalidad con los riesgos percibidos.

Contra la inmigración irregular se emplea, de manera más o menos consciente, un lenguaje bélico. Es habitual referirse en general a este tipo de inmigración como una amenaza e incluso como una invasión. Vale que todos empleemos metáforas en el lenguaje cotidiano, pero no es honesto pretender pasar por hechos lo que no son sino imágenes o figuras estilísticas. Los inmigrantes no tienen armas, ni conforman un colectivo organizado, ni pretenden dominar ningún territorio. En la misma línea, se arguye el indeclinable deber de los Estados de defender la integridad de sus fronteras. Esto nadie lo pone en duda ante una amenaza militar, ante un ejército que pretendiera ocupar el territorio soberano de un Estado. Pero es igualmente un abuso del lenguaje blandir este deber ante individuos cuyo único móvil es la supervivencia o la mejora de las condiciones de vida y que, en absoluto, buscan destrozar las vidas o las haciendas de la gente del lugar en donde buscan instalarse.

 

Incluso dando por bueno que un deber irrenunciable de los Estados sea el de proteger la inviolabilidad de sus fronteras, ¿eso les habilita a tratar como auténticos enemigos a quienes intentan superarlas impulsados por la necesidad? ¿Pueden ser repelidos con armas de fuego u otros medios que atenten contra su integridad física? Parece que no, al menos si nos tomamos mínimamente en serio el sentido de los derechos humanos proclamados por la mayoría de los Estados. Lo que puede hacer un Estado de derecho, que haya suscrito tratados internacionales en tales materias, es tratar de detener a quien entra en su territorio sin disponer de la documentación requerida. Y una vez detenido, puede expulsarle tras los correspondientes trámites. Ello no implica, sin embargo, que carezca de los derechos que, al margen de su nacionalidad, le son propios como ser humano. Por ello, en primer lugar, debe ser socorrido si se encuentra en peligro. Si accede por vía marítima, y su integridad física corre riesgo, la prioridad absoluta, un deber ineludible, es proceder a su inmediato rescate. Además, por supuesto, debe ser tratado siempre con el debido respeto. Tiene también el derecho a ser escuchado e incoar un procedimiento para obtener asilo.

No es, por tanto, contradictorio afirmar que los inmigrantes irregulares tienen derechos humanos básicos y sostener al mismo tiempo que pueden estar sujetos a deportación. Esto es algo que, una vez rescatados, habrá que determinar en cada caso. Sus derechos humanos se derivan simplemente de su condición de seres humanos y la obligación de los Estados de garantizarlos proviene simplemente de su presencia dentro de su espacio soberano.

No cabe sostener que el uso de la fuerza coercitiva por parte de un gran número de Estados pueda contemplarse como meras restricciones a la libertad, similares a las que se emplean, por ejemplo, para mantener el orden público. Difícilmente puede argüirse que el trato que los Estados otorgan a los inmigrantes irregulares es la mera aplicación del control que de modo habitual ejerce sobre las personas que están en su territorio. Si antes de entrar en contacto, se les repele violentamente, se está desatendiendo la obligación general de ayudar a la personas en estado de necesidad.

El principio de no injerencia en los asuntos internos, un presupuesto apenas cuestionado hasta hace poco en las relaciones internacionales, sirve de coartada para eludir cualquier crítica en materia de justicia. Los Estados serían una suerte de cotos vedados en los que no serían de aplicación los elementales principios de justicia. Las fronteras políticas actuarían de un modo similar a como lo hacen los límites físicos de la propiedad privada, que delimitan el ámbito de lo que es de uno y lo que no lo es, un ámbito en el que el propietario hace libre uso de sus bienes y permite o excluye el acceso de los demás. Sin embargo, en la comunidad internacional se ha ido convirtiendo en una convicción firme, pese a los contradicciones y claroscuros observables, la idea de que las violaciones graves y continuadas de los derechos humanos representan una condición suficiente para poner en suspenso la obligación de no injerencia en los asuntos internos de un Estado. Muchos Estados, que defienden intervenciones semejantes en terceros países, vuelven a reivindicar para sí una soberanía irrestricta cuando se trata de asuntos de inmigración.

Aún aceptando que las comunidades políticas tienen el derecho a excluir a algunos candidatos no deseados a la inmigración, este derecho no puede ser ejecutado a cualquier precio. Esa cobertura está lejos de poder justificar el tipo de políticas de exclusión que las sociedades ricas llevan a cabo en la actualidad. Gran parte de lo que estamos haciendo ahora es profundamente injusto, y debe ser reconocido como tal. Nuestro sentido de la justicia, aquello que conforma los presupuestos normativos de nuestra sociedad, exige mucha más discusión pública tanto de los fundamentos morales de ese posible derecho a excluir como del modo de implementarlo.

  

[Este artículo ha sido publicado previamente en The Economy Journal: www.theeconomyjournal.com/magacines/imigration0/index.html
En este enlace puede encontrarse también la versión en inglés bajo el título «Europe should open its external borders»]

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