Fronteras amuralladas, criminales «tierras de nadie»

 

Por Francisco Blanco Brotons
Instituto de Filosofía, CSIC

 

Las vemos proliferar por Europa. Se levantan como necesarios dispositivos de defensa de la civilizada Europa frente a desesperadas, desestabilizadoras, peligrosas masas de personas, además de algún que otro camuflado terrorista islámico o acosador incivilizado que viene a cuestionar nuestras «progresistas» y «respetuosas» tradiciones occidentales. Las conocemos ya desde hace mucho tiempo también en España, erigidas para rechazar a esos indeseados e insolentes «migrantes económicos». Con ellas se instauran esas zonas intermedias, esas «tierras de nadie» entre muros, esos umbrales de entrada que aún no son plenamente territorio nacional y en el que, por lo tanto, no son de aplicación aún sus leyes, haciendo posibles las «devoluciones en caliente».

Estos muros fortificados no son una mera barrera física, sino que son complejos dispositivos ideados por los Estados y bajo su control, al servicio de sus intereses particulares, para la suspensión de las garantías legales que al menos formalmente imperan al interior del espacio fortificado. Estos muros ponen en juego «la suspensión literal de la ley, la responsabilidad y la legitimación, así como la introducción de una prerrogativa estatal arbitraria y al margen de la ley que hace acto de presencia en situaciones de emergencia» (Wendy Brown, Estados amurallados, soberanía en declive, 45). Estos muros van más allá de su mero carácter físico y se constituyen en situaciones en las que no hay ley, situaciones de violencia que responden a estados de emergencia.

Nuestros Estados se empeñan en describir estas amplias zonas fronterizas como «tierra de nadie», tierras que no pertenecen plenamente a ninguna de las soberanías colindantes, por lo que no impera en ellas el «Estado de Derecho» característico del moderno poder estatal. ¿Podemos aceptar esta descripción de nuestras fronteras como «tierra de nadie»? Objetivamente, en un territorio sin ley todos perderíamos nuestra condición de persona, de agentes protegidos por derechos, y así sería una tierra de nadies anónimos en los que todos ven igualmente negados sus derechos, su individualidad y hasta su identidad personal. Lamentablemente vemos todos los días en nuestros televisores algunos segundos de noticias sobre esos sufrientes «refugiados» tratados como perros sin poder recurrir a ninguna ley o a ningún agente soberano que los proteja. Parecería, por lo tanto, una etiqueta apropiada, una etiqueta que describiría adecuadamente la realidad.

Sin embargo, la interpretación de las fronteras como «tierra de nadie» obra a favor de la dinámica del poder, ocultando algunas de sus características importantes. Que las fronteras amuralladas generen entornos que crean algunos «nadies» sin derechos es muy diferente a decir que estas fronteras en sí son «tierras de nadie» (cf. Antonio Campillo, Tierra de nadie, 62-73), pues ni todos los agentes implicados en el funcionamiento de estos dispositivos son «nadies», ni las fronteras en sí son meros residuos no intencionales de dinámicas independientes, al modo de situaciones de nadie sobre las que ningún agente tenga control explícito o responsabilidad directa. Defender esto último sería caer en el naturalismo no-intencional neoliberal que tanto favorece, precisamente mediante su ocultamiento, al ejercicio del poder opresor de nuestros gobiernos.

Las fronteras son dispositivos diseñados por agentes concretos, con el apoyo explícito e incluso con la colaboración activa de ciudadanos particulares, que responden a intereses concretos y políticas específicas de estos agentes. Las líneas que separan dos Estados son líneas geométricas sin espesor, definidas con precisión, mientras que la tierra que ocupan los dispositivos fronterizos tienen en todos los sentidos rigurosos poseedores, organizadores y responsables, y aplicar a estos dispositivos el concepto de «tierra de nadie» es absolverlos de las graves responsabilidades que estos dispositivos tienen en las muertes de miles de personas y en los agudos sufrimientos de muchos más. Es cegarnos ante las intencionalidades y la agencia que fundamentan estos amurallamientos fronterizos.

Por lo tanto, no hay «tierras de nadie» fronterizas como tampoco hay nadies sin derechos. Lo que hay en su lugar son vulneraciones flagrantes de las leyes y de los derechos humanos, cuando las fuerzas de control fronterizo practican «devoluciones en caliente» o rocían con gases lacrimógeno a personas situadas en las inmediaciones de las vallas o se les niega el derecho a la libre circulación.

Compartir:

Deja un comentario