Fronteras nacionales e inmigración: la obsesión identitaria

La insistencia de ciertos sectores sociales y grupos de presión en implementar políticas migratorias restrictivas, que a la postre devienen en un intento imposible de controlar, cerrar e incluso blindar las  fronteras, responde a una comprensión de los flujos migratorios como si en definitiva obedecieran a una dinámica unilateral procedente del exterior y no a una compleja red de relaciones multilaterales de carácter no sólo económico, sino también sociocultural.

Las cláusulas de prioridad nacional a la hora de regular el acceso de trabajadores inmigrantes (cláusulas que pueden adoptar, por ejemplo, del siguiente tenor: sólo cuando todos los nacionales dispongan de trabajo, o al menos no lo demanden, se tendrán en cuenta las solicitudes de los no nacionales) apuntan también en esa misma dirección: hacia la renacionalización del discurso político, no exenta de una cierta obsesión identitaria. La inmigración representa en este sentido un campo de prueba privilegiado para indagar los límites normativos del orden institucional y la calidad de la cultura política. La deriva identitaria, una deriva obsesiva en muchas sociedades occidentales, alienta y conforma con frecuencia la respuesta estatal ante el fenómeno migratorio.

Muchas de dichas respuestas se presentan como medidas defensivas o protectoras de la integridad cultural de la sociedad de acogida y delatan una importante falta de autoconfianza colectiva. De este modo han ido proliferando tal cúmulo de crecientes restricciones a la movilidad que ya puede hablarse de una mundialización fronterizada. La paradoja no puede ser más evidente si tenemos en cuenta que la llamada globalización suponía precisamente la constitución de un escenario mundial unificado (algo ya efectivo en diversos ámbitos, como son, entre otros, el financiero y el de las telecomunicaciones).

Los argumentos aducibles y realmente aducidos a favor del cierre y control de las fronteras nacionales presentan una naturaleza variada. Tales argumentos pueden sistematizarse en los siguientes tres tipos: argumentos económicos (evitar riesgos que pongan en peligro el bienestar económico de la sociedad de acogida), culturales (asegurar la identidad e integridad de la cultura de la sociedad en cuestión) y políticos (salvaguardar los procesos políticos internos de intromisiones que pudieran afectar a su desarrollo). Pese a su diversidad, son los de naturaleza cultural los que en la praxis política resultan más populares y su profuso empleo permite ocultar otros intereses no siempre confesables.

No deja de resultar curioso, cuando no sorprendente, que el análisis cultural se presente como la perspectiva decisiva para abordar la cuestión de la inmigración. Se incide especialmente en el riesgo que implica para el mantenimiento de la identidad y la esencia de la sociedad receptora. Se aborda la cuestión, pues, en términos eminentemente culturalistas y esencialistas; se deja fuera de consideración el análisis económico del fenómeno, justo lo contrario de cómo se procede en la mayoría de las cuestiones de relevancia pública en las que se encuentran intereses sociales en conflicto. De este modo, los argumentos son sustituidos por interpretaciones y creencias. Un ejemplo representativo de este tendencioso enfoque teórico nos lo proporcionan el polémico ensayo del reputado politólogo Giovanni Sartori sobre La sociedad multiétnica (2001) o el mediocre panfleto del antropólogo Mikel Azurmendi titulado Todos somos nosotros (2003).

Pese a lo expuesto por tales autores, el componente económico de las migraciones resulta, en realidad, innegable. Es escandaloso que en ese contexto se omita, por ejemplo, la existencia de una persistente oferta de empleo ilegal (que posibilita de hecho relaciones de trabajo en condiciones de semiesclavitud) y, sobre todo, la emergencia de un mercado laboral internacional sin el que sería inconcebible la mayoría de los flujos migratorios actuales: se ha ido configurando en los países ricos un mercado de trabajo en condiciones de miseria, que resultan inaceptables para los trabajadores autóctonos, pero cuya asunción es, no obstante, rentable para los trabajadores procedentes de países no desarrollados. Por todo ello resulta más justo afirmar que los emigrantes ilegales no son criminales, sino “el caldo de cultivo de un criminal mercado de personas” (Saskia Sassen, 2004), un sórdido mundo que encuentra su lado más oscuro en el mercado de mujeres forzadas a ejercer la prostitución.

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