Identidad y política – Consideraciones filosóficas (I)

“En nuestras sociedades del bienestar aumentan las reacciones etnocéntricas de la población nativa frente a todo lo extraño: el odio y la violencia contra los extranjeros, contra los que tienen otras creencias y otro color, pero también contra grupos marginales e impedidos físicos”.

(Jürgen Habermas: La constelación posnacional)


Por Fernando Bayón

(Comentario al ‘post’ de este mismo blog titulado La identidad y sus riesgos políticos)


Resulta de enorme interés plantear cuáles son -han sido o pueden ser- los riesgos políticos del concepto de identidad. En cierto sentido, quizás aquel que más interesa a este foro de debate, el concepto mismo de identidad es una construcción política. No es atrevido decir que la mayoría de los filósofos post-modernos estarían de acuerdo en afirmar, siguiendo la vieja escuela de Nietzsche [las verdades son metáforas que se han olvidado que lo son], que las identidades, así, inevitablemente en plural, son «ficciones» que se quieren hacer pasar por esencias. Son «relatos» que se quieren hacer pasar por sustancias.

Pero lo importante, en mi opinión, no es tanto andar descubriendo cuánto de invención tiene cualquier afirmación identitaria (algo que no costaría demasiado esfuerzo: pensemos en cómo ese proceso de Nation-Building que caracterizó al último tercio del siglo XIX forjó identidades políticas cuya consistencia se debió a un esfuerzo múltiple y muy creativo por abastecer las nuevas conciencias nacionales de elementos que antes no habían sido patrimonializados en ninguna clave excluyente -la lengua, los nombres, los ritos religiosos, los santorales, las tradiciones, las artesanías…-). Por supuesto que debajo de esas construcciones políticas que llamamos -sobre todo a partir del siglo XIX- «identidades nacionales» existe un interés por patrimonializar una serie de elementos que puedan servir como marcadores de diferencia (el ethnos -la raza-, la fides -la confesión religiosa- o la tierra, han sido los más prolijamente empleados, los más insidiosamente utilizados) entre un «nosotros» y un «ellos», entre un territorio, una patria, un pueblo, y lo que queda fuera, esa zona extraterritorial adonde se suele arrojar al impuro [exilios o campos de concentración], de donde suele venir todo lo amenazante [el bárbaro, el conquistador].

Crear identidades es crear miedos tácticos y amenazas estratégicas: la identidad no podría vivir sin esta lógica inmunitaria que distingue entre lo mío y lo ajeno conforme a una mirada obsesivamente autodefensiva y violentamente preventiva que sirve para seguir alimentando el mito de lo propio.

Pese a todo, lo que nos debe preocupar no es tanto el descubrimiento de un corazón de mentira en el interior de esos «Frankenstein» que llamamos identidades (cuerpos contingentes hechos con los restos de los muertos convenientemente patrimonializados), sino algo más difícil de abordar: ¿por qué la identidad sigue siendo para muchos un valor social cuando el paisaje filosófico ya no está dispuesto a contemplarla ni siquiera como ruina? Esta «malignización» de la identidad (el título, seguramente legítimo, probablemente justo, de «Identidades asesinas«, es en cierto modo uno de los pistoletazos de salida de esta asociación entre identidad y riesgo maligno) da a veces pie a un olvido todavía más peligroso: el olvido de la necesidad de encontrar categorías políticas que puedan dar razonablemente acomodo a «aquello» que la identidad ya no da cobijo de forma suficientemente abierta, debidamente democrática y convenientemente solidaria: me refiero a la expresión de una inmarchitable, plural e incómoda búsqueda de pertenencia.

(continúa…)

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