Encuentro de mundos: comparaciones entre universos simbólicos diferentes
“Yo no sé de dónde soy;
mi casa está en la frontera”
Uno de los aspectos que más parecen preocupar al discurso sobre la “inmigración” en nuestro país es lo que podríamos llamar la “cuestión adaptativa”: en qué medida las gentes que vienen pueden, saben, deben (o podrán, sabrán y deberán, so pena de ser expulsados del paraíso) adaptarse a nuestra cultura y nuestro modus vivendi -si es que hay un único que pueda predicarse de todos los ciudadanos del Estado español, y en que en aquel discurso plano parece ser dado por hecho-. No voy a cuestionar aquí la necesaria asunción y el respeto preciso de ciertas normas de convivencia y ciertos criterios de derecho elementales del sistema, pero el elemento más discutible que, a mi entender, subyace al “discurso sobre la adaptación”, a saber, el cultural, y la presentación de la “cultura occidental” y los “valores occidentales” como modelo supremo, y además justo, indiscutible, históricamente ético, pertrechado de toda la legitimidad de la unanimidad secular a las espaldas… todo ello, digo, creo que es otro cantar.
Parece que todo lo que no es occidente tiene problemas de identidad; parece que todo lo que no es occidente desarrolla “relaciones anómalas” con el pasado…
Resulta interesante la comparación, por sus potentes puntos de conexión a mi entender, entre los análisis actuales occidentales (o generados desde la intelectualidad autóctona endoculturada en occidente) en torno al llamado “mundo árabe” (cfr. Kassir 2006) y los realizados en torno a África. Estas reflexiones pueden contribuir, cuando menos, a cuestionar en algo el discurso “adaptacionista” que comentábamos, y acaso limar ciertas asunciones populares que considero, a la luz de todo ello, genuinamente inicuas.
Son comparables (o susceptibles de analogía, como mínimo) ideas tales como la importancia de la consideración del fenómeno emigratorio como “enlace” para repensar las relaciones culturales entre el “mundo árabe” y el “mundo occidental” (idem con el “mundo africano”), o el crucial reconocimiento de que no ha sucedido una revolución individualista en el mundo árabe (y su correlato de que el individualismo puede devenir un disolvente de valores), clave igualmente en los análisis africanistas.
O la identidad resentida (tras la dominación explícita colonial, la menos explícita –a veces- neocolonial, etc), que fundamenta la categoría del resentimiento, de la humillación y, por ende, la noción de una “patología” en la comprensión de la propia identidad que puede partir, en efecto, de la falta de reconocimiento y que puede entenderse, también, como un duelo fallido respecto al pasado, un pasado idealizado, falseado incluso, que opera como parapeto frente al presente.
O el énfasis en el espíritu de la asimilación, los sueños de panarabismo (panafricanismo) o las funciones de la violencia –yihadista- o la resistencia –palestina- (con sus diáfanas analogías en Fanon en torno al poder catártico y liberador de la violencia, para el caso de África).
O la importancia de recuperar la historia, el rigor de un enfoque histórico más allá de las reducciones “exoticistas” (peticiones de Bayart para con África); la carencia de “naturalidad geográfica” de las fronteras; el interés de occidente en estas regiones por motivos geológicos: oro negro –petróleo-, coltan; la sistemática manipulación occidental en conflictos autóctonos para su propio provecho geoestratégico y económico; la persistencia del esquema del súbdito frente al ciudadano; la falta de confianza en las propias instituciones.
Hasta en lo que gracias a la globalización nos llega, en términos más positivos, a occidente del mundo árabe, como por ejemplo la industria musical (Kassir 2006: 119), podemos equiparar lo poquito que de bueno “nos llega” de África: en efecto, la música, la formidable, electrizante y fascinante música negra, los sones guineanos, la voz cobriza de Cesárea Évora descalza que nos transporta a la sensualidad isleña caboverdiana… el intimista tañido keniano de Ayub Ogada en largometrajes como “El jardinero fiel” o incluso las dulces cadencias senegalesas de Ismaël Lo en ciertos filmes de Almodóvar… Literatura, aún poca y salvada con pinzas, y ello a pesar de ciertos premios, Mahfud o Pamuk como árabes; Coetzee, un sudafricano, sí, pero blanco y afrikáaner, no lo olvidemos… no posee el color de Soyinka, y el color en África ha significado tantas cosas…
Cuando se denuncia -desde occidente- el rechazo observado –al propio occidente- en el “mundo árabe” o el “mundo africano”, parece sugerirse que los africanos no “aceptan” el desarrollo porque no pueden (incapacidad por ingenuidad, ignorancia, estulticia…), mientras que los árabes no lo hacen porque no quieren (deliberada malevolencia: porque son “malos”, la condición que les otorga Huntington en su análisis en clave de “choque de civilizaciones”; no comparto estos términos absolutistas de descripción de la realidad, porque las nociones absolutistas nunca explican nada ni dicen verdad). La clave de la manipulación ideológica está clara. En ello hallamos también otra cierta verdad histórica: África, para occidente, fue siempre vista como un gran recurso mas nunca como rival; oriente, en cambio, sí constituyó un rival crucial de civilización, aparte de un recurso o fuente de recursos.
Es probable que muchas de estas analogías aquí pergeñadas puedan realizarse también de otros “mundos”, como China y el Sudeste Asiático o, desde luego, América Latina. Todo esto nos conduce, al fin, a nuestra intuición inicial…
Parece que todo lo que no es occidente tiene problemas de identidad; parece que todo lo que no es occidente desarrolla “relaciones anómalas” con el pasado y hace “fantasmas” de su pasado glorioso. Parece que a todo lo que no es occidente cabe realizársele un psicoanálisis cultural, al más puro estilo freudiano, porque no sabe habérselas con su dolor, su dolor cultural, su sangre histórica y carnal, presente.
¿No será que la historia la siguen escribiendo los vencedores, a su manera, y eso hace que a los vencidos siempre les cueste más desarrollar una relación sana con su pasado, no humillante o reducida, en efecto?
Lo importante es seguir viendo puentes en vez de fronteras, adaptarse a las nuevas realidades y manteniendo en el corazón lo natural, el recuerdo de la infancia. De la tierra donde uno nació. "Gritar", sí, pero también aprender a relativizar. Y ver lo bueno de todas las obras, ya sea occidentales, orientales o africanas. Y ¿cómo no? Contribuir con otras obras, con ideas. Además de trabajar con los brazos, crear. Enriquecer este mundo en el cual estamos, con "trocitos", arco-iris de otros mundos. Fusionarlos y hacer que se aprenda desde la emoción y el conocimiento.
Sí, hermosas palabras y hermosas realidades, cuando son sentidas… ojalá cada vez sea más importante, para la convivencia y la consideración personal, dónde estamos ahora, y cómo sentimos, en lugar de dónde estaba nuestra madre cuando nacimos, y en qué lengua aprendimos nuestro nombre.