Libertad de circulación y desigualdades globales

La libre circulación de personas se ha convertido en un codiciado factor de distinción y estratificación social. La alta tasa de movilidad humana, una de las señas distintivas de los tiempos que corren y signo elocuente de la creciente interdependencia de todos los países, tiende de hecho a distribuirse de manera piramidal y asimétrica. En un planeta con tremendas disparidades en ingresos, recursos y oportunidades, no todos pueden permitirse – ni les está permitido – el lujo de ser cosmopolitas; es más, el común de los mortales, la mayoría de quienes habitan el planeta, tienen limitadas severamente sus posibilidades de movimiento. Para otros, sin embargo, el cruce de fronteras únicamente implica una sencilla formalidad. Los Estados emplean de manera diferenciada o selectiva la institución de las fronteras y esta práctica acaba plasmándose en un doble régimen de circulación de los individuos.

 

La movilidad valiosa es, obviamente, aquella que ha sido elegida y no impuesta por las circunstancias. Y esa fortuna no está al alcance de todos. Con la esperanza de cambiar sus opciones en la vida, muchos son los seres humanos que a lo largo de la historia han abandonado el pedazo de tierra que un día les vio nacer y se han asentado en otros lares sobreponiéndose a múltiples dificultades. No son pocos quienes se trasladan únicamente para huir de una situación a todas luces desesperada, provocada por las diferencias de desarrollo o por el desprecio de los derechos básicos. Para muchos, la migración no es más que una opción forzada y no deseada, pues, en realidad, añorarían poder permanecer en el lugar que hasta entonces les había sido habitual y apenas se lamentarían por tener que soportar una cierta inmovilidad. En este sentido, tan básico como el derecho a poder emigrar sería el derecho a no tener que emigrar. También el sesgo sedentario, tan humano o más que el migratorio, ha de ser protegido mediante el reconocimiento del derecho básico a permanecer en el propio país y no ser desplazado de la residencia habitual.

Aunque se señaló al inicio del artículo que la posibilidad de moverse por el mundo y de mudar de residencia forma parte esencial de la libertad humana, abandonar el propio país no es siempre fruto de una decisión voluntaria, sino con frecuencia el resultado de un cúmulo de circunstancias que se imponen al individuo. Afirmar lo contrario supone mantener una ficción de manera inútil y además irresponsable. Las guerras, los conflictos internos, las persecuciones y, en general, la intolerancia han sido tradicionalmente destacados factores para forzar una migración en principio no deseada. Las migraciones también están impuestas por los desastres naturales y, cada vez más, por la degradación medioambiental de raíz antropogénica. El hambre y, en general, la pobreza constituyen, no obstante, los factores de expulsión principales y más habituales. Con todo, sería inadecuado incurrir en una explicación monocausal y, menos aún, en un economicismo reduccionista. Por regla general, sabemos que no son los más pobres quienes emigran, sino quienes tienen los recursos mínimos – no sólo económicos – para poder hacerlo. Dicho de manera concisa: no emigra quien quiere, sino quien puede.

Y aunque no cabe aseverar una causa última, puede afirmarse que se precisa la confluencia de otras circunstancias para que la pobreza opere como factor de estímulo de la emigración. La existencia de antiguos vínculos coloniales y, sobre todo, de redes migratorias transnacionales son, por citar dos ejemplos, variables que facilitan el inicio del proceso migratorio. Lo cierto es que cuando estos factores se desencadenan, ni los muros ni las alambradas de espino logran frenar los flujos migratorios y, menos aún, contener los sueños de la gente. Encerrar a los países pobres en su precariedad no resuelve ni alivia el problema de fondo: lejos de aminorarse, las desigualdades y las diferencias de desarrollo se acrecientan. Y además, muy probablemente, todas esas trabas al movimiento de las personas no sirven para alcanzar el objetivo perseguido, pues la inanidad de tantas políticas de firmeza en el control de las fronteras resulta bastante evidente.

No deja de ser paradójico que desde que en 1989 se derribara el Muro de Berlín, la construcción de nuevos muros, vallas y fosos se haya multiplicado. Ahora, sin embargo, no se trata de mantener separados dos mundos con ideologías enfrentadas. En un intento huero, las barreras se erigen en las fronteras más desiguales del mundo en términos económicos, como la que separa Ceuta y Melilla de Marruecos (la 7ª frontera más desigual del mundo) o la extensa frontera entre Estados Unidos y México (la 17º en ese triste ránking). Su mantenimiento implica apostar por la persistencia de modelos de exclusión y contención que se han demostrado ser tan ineficaces como injustos. En realidad, los muros, los fosos y demás intentos de impermeabilizar las fronteras son ejercicios de demagogia.

Lo único que de alguna manera puede frenar a los emigrantes sería una mejora sustancial de sus condiciones de vida en sus respectivos países de origen. Pero dicho esto, no se sostienen opiniones como la expresada por John Rawls (El derecho de gentes, 2001, p. 18), quien mantiene que en un mundo globalmente bien ordenado, en un mundo justo, las migraciones constituirían un fenómeno irrelevante, pues sus causas habrían sido eliminadas y, por tanto, no actuarían como elemento de presión sobre la política. El desacuerdo no proviene tanto por la literalidad de estas palabras como por lo que parecen sugerir: que en un mundo sin pobreza los movimientos migratorios no tendrían lugar. Esta expectativa es difícil de mantener, pues las migraciones responden también a algo más profundo y permanente, a una suerte de constante antropológica, a una inclinación inherente a la naturaleza humana. En todo caso, el objetivo, no lo perdamos de vista, no es poner punto final a las migraciones, sino ordenarlas desde principios de justicia.

[Esta entrada forma parte de un artículo más amplio titulado Movilidad humana y fronteras abiertas, publicado en la revista “Claves de la razón práctica”, nº 219 (enero-febrero 2012), pp. 28-35]

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3 comentarios

  1. Ninguna de las sociedades ricas puede prescindir actualmente de los inmigrantes porque amplios segmentos de los mercados de trabajo solo pueden emplear inmigrantes (estén o no en condición regular), ya que ni aún los más descalificados trabajadores nativos están dispuestos a desempeñar ciertos empleos.
    Sin embargo, todos los países ricos han impuesto crecientes restricciones a la inmigración de trabajadores no calificados, aunque continúan promoviendo la libre circulación de empresarios y científicos, así como la de capitales.
    En las condiciones de globalización asimétrica, estas restricciones presionan aún más sobre la pobreza de las sociedades pobres, aumentando aún más la desigualdad en los países de origen, y además promueven, por un lado, la trata de personas y, por otro, la explotación de los trabajadores inmigrantes, reduciendo aún más los salarios de los empleos rechazados por los trabajadores nativos.
    De este modo, la globalización ha creado un círculo vicioso de circulación del capital, pobreza y emigración forzada, que las restricciones inmigratorias de los países ricos parecen incentivar aún más.

  2. Las desigualdades entre los individuos que habitan el planeta, que se traduce en una falta efectiva de libertad, está en el origen de tantos movimientos migratorios. Tiene toda la razón quien dice: “Quiero que los derechos humanos sean respetados. Si fuésemos libres y se terminase la violencia no tendríamos que emigrar”.

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