¿Estamos condenados a repetir el pasado?
Por Silvia Russotto
Università di Torino
El 12 de marzo de 2018, un barco de la ONG española Proactiva Open Arms atracó en el puerto siciliano de Pozzallo con 92 migrantes. Uno de ellos, Segen, un joven de 22 años, pesaba 35 kilos con 1,70 metros de estatura. A pesar de que por sus condiciones extremas fue uno de los primeros en ser rescatado, murió de hambre a las pocas horas. En el Corriere della Sera se podía leer: «Parecía un superviviente de un campo de exterminio nazi, era pura piel y huesos, sin un hilo de grasa y con los músculos atrofiados. Fue una escena horrible».
Hasta el 17 de junio, Madrid acoge una exposición sobre Auschwitz (No hace mucho. No muy lejos) excelentemente montada y estructurada. En la primera sección se expone documentación de índole histórica y social, mientras que en la segunda se presentan objetos personales de las víctimas de los campos de exterminio. Creo que esta exhibición hoy, más que en otros periodos históricos, tiene un gran valor de pedagogía social. En un panel, sobre la historia de los judíos en la Europa de antes de la II Guerra Mundial, se puede leer lo siguiente: «La llegada a Europa de refugiados judíos que huían de las violentas persecuciones (pogromos) sufridas en Rusia también causó cierta ansiedad. Las teorías pseudocientíficas que los presentaban como una raza semítica, inferior a la aria, llevaron a muchos ciudadanos que se declaraban antisemitas a defender la existencia de un problema judío que pedía con urgencia una solución».
Con frecuencia, cuando se piensa en los actuales movimientos migratorios se recurre a metáforas, con las que se les equiparan a catástrofes naturales o a intervenciones bélicas: avalancha, ola, desembarco, infiltración, invasión, etc. Este imaginario, mil veces reproducido en noticias y periódicos, propicia que alrededor del fenómeno migratorio se cree una percepción de amenaza. Se visualiza como un peligro que necesita una solución. Y se apunta que ésta ha de ser fundamentalmente policial, cuando no militar. Si se ponen en paralelo ambos acontecimientos, ¿no saltan a la vista ciertas similitudes? Hitler escribió en 1925: «El arte de todos los auténticos dirigentes nacionales de todos los tiempos consiste en no dividir la atención de un pueblo y concentrarla en un solo enemigo».
El influyente sociólogo Zygmunt Bauman denunció poco antes de su fallecimiento (Extraños llamando a las puertas, 2017) que no son pocas las fuerzas políticas que identifican un enemigo para desviar la atención de los problemas que no son capaces de manejar (como, p.ej., la falta de empleos de calidad, la inestabilidad de la posición social, la incapacidad para proteger eficazmente contra la degradación social o la privación de la dignidad de tantos marginados sociales). En tiempos de crisis, le ha sido muy fácil a muchos políticos a lo largo de toda Europa construir la figura del enemigo: aprovechan los temores y ansiedades de quienes más han perdido para aumentar la prevención frente a quienes de manera ostensiva encarnan la diferencia. En vez de atajar las causas reales de los problemas, se propone sin conciencia una visión reduccionista de las cosas. Esta operación conlleva costes muy elevados, en un momento histórico en el cual la máxima prioridad debería ser construir una nueva realidad de Europa, en la cual personas de culturas diferentes pudieran reconocerse mutuamente.
La diferencia entre «nosotros» y «el otro» puede ser máxima cuando consideramos la identidad bajo el ángulo de una única pertenencia. En el caso de la barbarie nazi esta pertenencia fue la etnia, hoy es la religión o, mejor dicho, el mito de ser occidentales modernos contrapuestos a intolerantes musulmanes. Sobre esta manera reduccionista de pensar la identidad – perceptible en tantos discursos públicos – han escrito con una notable capacidad de análisis tanto el escritor Amin Maalouf (Identidades asesinas) como el filósofo y Premio Nobel de Economía Amartya Sen (Identidad y violencia).
La identidad se forma a través de procesos mentales generados intersubjetivamente que dependen de nuestro lugar de nacimiento y contexto cultural. No es, pues, un hecho dado. En el actual contexto europeo, tenemos por ello que problematizar la cuestión de la identidad en dos diferentes sentidos: primero, es cierto que el mundo musulmán, mucho menos secularizado que el mundo occidental, se identifica por su adscripción religiosa. No obstante, y pese a la fuerza de la pertenencia religiosa, ésta no es la única fuente de identidad de una persona. Nadie es una sola cosa y tiene una sola identidad. La identidad personal siempre está integrada por múltiples pertenencias y, sin duda, cada cual tiene que descubrir las suyas propias. Como escribe Maalouf (Identidades asesinas, p. 29): «Cada una de mis pertenencias me vincula con muchas personas; y sin embargo, cuanto más numerosas son las pertenencias que tengo en cuenta, tanto más especifica se revela mi identidad». Segundo, habría que preguntarse en qué se sustentan nuestros valores de supremacía intelectual y moral si nos empeñamos en construir una Europa que niega en la práctica los valores de libertad, aceptación de la diferencia, profunda comprensión, solidaridad.
La Europa Fortaleza, cuya manifestación quizás más impresionante sean las fronteras valladas de Ceuta y Melilla, recuerda mucho un error ya cometido en el pasado. Como dijo George Santayana, «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». Tenemos que reflexionar, es más, tenemos que problematizar nuestra visión del mundo y plantearnos el enorme coste que en términos de justicia conlleva replegarse sobre sí mismos. Y una vez aprendida la lección del pasado, no podemos dejar de pensar qué Europa queremos construir.
Son cada vez más los Estados que no sólo se niegan a acoger los numerosos refugiados que llaman a su puertas, sino que incluso modifican sus leyes con el fin de criminalizar la hospitalidad que puedan practicar sus nacionales o las organizaciones humanitarias. La hospitalidad, como es sabido, es un deber que desde la antigüedad prescriben todos los códigos morales. ¿No están avanzando así los Estados, incluso los democráticos, hacia su ‘desmoralización’ y, con ello, hacia su deslegitimación?
Reproduzco aquí la siguiente cita de un artículo de Milagros Pérez Oliva:
«Ahora resulta que los salvavidas rojos de la organización Proactiva Open Arms, que ha rescatado a miles de náufragos en el Mediterráneo, han dejado de ser el símbolo de una misión humanitaria que no se resigna a que el Mare Nostrum sea una gran tumba de vidas e ilusiones, para convertirse en el arma del delito de una peligrosa organización criminal. O al menos eso parece. […] Los acuerdos con Libia han permitido un cambio de escenario: ya no se trata de rescatar para salvar, sino de rescatar para devolver. Y en esa nueva estrategia, las organizaciones humanitarias pueden ser un estorbo.»
https://elpais.com/elpais/2018/04/13/opinion/1523648876_174045.html