Si los migrantes y refugiados, con independencia de su condición administrativa, no están adecuadamente protegidos por las prestaciones del Estado de bienestar no será posible controlar la pandemia. Todos navegamos en el mismo barco.

 

Las catástrofes hacen aflorar las desigualdades. Aunque un cataclismo sanitario, como el causado por la Covid-19, ataca a todos los estratos sociales, dispongan de más o menos dinero, ante una crisis de esta envergadura la desigualdad social se hace aún más visible. El impacto de la pandemia tiende en la práctica a ser muy asimétrico, pues los medios de los que disponen los distintos individuos para afrontarla no son los mismos. El supuesto carácter ‘democrático’ de la enfermedad es tan sólo aparente.


No todos los confinamientos son iguales

Durante el confinamiento, las diferencias en las condiciones de vida se acrecientan y estas diferencias pueden resultar decisivas para poder mantener la salud física y mental. Así, por ejemplo, son enormemente disímiles las posibilidades de practicar el distanciamiento físico recomendado en estas circunstancias. Piénsese en lo dispar que son las condiciones de las personas sin techo, los que están encarcelados o quienes viven en hogares muy pequeños frente a quienes habitan casas con un pequeño jardín o los que disfrutan de grandes mansiones.

No todos los confinamientos son iguales. Y el caso de los refugiados y los migrantes irregulares resulta paradigmático, sobre todo en cuanto a las condiciones de precariedad y vulnerabilidad. Si los efectos catastróficos de la pandemia son duros para todos, estas personas los perciben de una manera muy intensa.

Estamos ante una crisis múltiple y sus efectos no han acabado de notarse. Crece la certeza de que tras los miles de muertos, llegarán los millones de parados y, allí donde no exista un potente sistema de cobertura social, los millones de pobres. Sin un sólido Estado de bienestar no es posible garantizar que los cuidados que todos necesitamos durante y tras la pandemia lleguen efectivamente a todos. Entre otras prestaciones, cobertura sanitaria y servicios sociales son imprescindibles, ahora más que nunca

Los efectos de la pandemia también se hace sentir entre los inmigrantes

Es urgente y necesario articular una renta básica para todas las personas que han perdido su empleo o se encuentran en situación de verdadera emergencia, aunque sea como prestación de último recurso contra la pobreza. Y de esas medidas los inmigrantes no pueden quedar excluidos, convivan con nosotros de manera regular o irregular. Si los migrantes y refugiados no están adecuadamente protegidos no será posible controlar la pandemia. Si no se pone remedio a las condiciones de hacinamiento e insalubridad en las que se desenvuelven las vidas de no pocos de ellos, la pandemia no se detendrá. Nuestra seguridad, la de todos, no estará garantizada si no lo están también sus derechos. Una cosa no va sin la otra.

Es una realidad fácilmente contrastable que, en medio de la pandemia y en los lugares donde más se les necesita, los inmigrantes están trabajando para frenar la propagación del Covid-19 (en países como Gran Bretaña y Estados Unidos, por poner dos casos, el porcentaje de sanitarios con origen migrante se aproxima al 40%) y para sostener los suministros y los servicios básicos. Son indispensables para el cuidado doméstico de personas dependientes o para la recogida de las cosechas que mantienen la cadena alimentaria. Y esas labores las realizan con un gran riesgo para su salud. Estos trabajadores van a ser también imprescindibles para la recuperación de una economía ahora en añicos. Su labor es esencial, pero sus condiciones son precarias. Una injusticia que no se debe dejar pasar sin reparar.


Reacciones al mensaje populista que no cesa

Sin embargo, ni en tiempos de pandemia han cesado los mensajes emitidos desde sectores nacionalpopulistas, ahora en pleno auge, de las sociedades más prósperas del planeta. Se reiteran en la necesidad de implantar controles aún más estrictos en las fronteras para frenar la expansión de la pandemia, en línea con su tradicional fijación por el control de la inmigración. Frente a estas demandas intempestivas e insolidarias, en estos tiempos se han registrado dos tipos de reacciones sobre las que merece la pena reflexionar y tomar nota.

Por un lado, se está registrando una inmigración inversa que muchos no esperaban, pero que ya se dio cuando en la anterior crisis económica numerosos inmigrantes regresaron a sus países de origen de manera discreta. En estos momentos, hay migrantes que están pagando cantidades para ellos astronómicas con el fin de poder huir de España y cruzar el Mediterráneo hacia las costas africanas. Este tipo de reacción corrobora una tendencia observada ya por los expertos: los flujos migratorios propenden a la autorregulación sin que sean precisas imposiciones autoritarias.

Por otro lado, nos encontramos con reacciones políticas que difieren del chovinismo de bienestar* al que nos hemos ido acostumbrado. En este sentido, es de destacar la decisión adoptada por el gobierno portugués al inicio de la pandemia de proceder a la regularización de la situación de aquellos inmigrantes que tenían pendientes la autorización de residencia. De este modo, pueden acceder no sólo al subsidio de paro sino también a los servicios de salud, algo crucial para controlar la pandemia.


P.S. [15/05/2020]
El gobierno italiano ha procedido también, en la misma línea que el portugués, a una regularización masiva de inmigrantes, una medida impensable hace apenas unos meses. Unos 250.000 inmigrantes, necesarios para las labores en el campo, podrán acogerse a esta legalización.

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(*) La noción de chovinismo del bienestar fue acuñada por Jürgen Habermas (Facticidad y validez, 1998: 636-643) para dar cuenta de la extendida resistencia de las sociedades más desarrolladas a compartir las oportunidades y los derechos sociales que disfrutan con personas procedentes de países menos aventajados.

 

Una versión levemente modificada de este artículo se ha publicado en The Conversation

 

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