¿Qué es una frontera hoy?

Por Francisco Fernández-Jardón y Juan Carlos Velasco
No existe un modelo canónico de frontera válido para todo tiempo y lugar. Las fronteras no tienen «una esencia», ni cabe definirlas unívocamente. En no pocos casos, las fronteras apenas son perceptibles, o incluso llegan a ser invisibles, mientras que en otros resulta imposible no toparse con ellas. Aparecen fortificadas con muros y altas vallas, manifestando una materialidad que va más allá de las meras líneas que los cartógrafos trazan en los mapas.

En nuestro mundo globalizado, las fronteras presentan un rostro ambivalente. La apuesta por la eliminación de barreras al libre comercio, que ha dominado la política internacional las tres últimas décadas, haciendo de nuestro planeta un lugar cada vez más conectado e interdependiente, no se ha extendido a los movimientos migratorios.

En este punto, las fronteras operan como mecanismos de selección –cuando no de discriminación– y disciplinamiento de la mano de obra extranjera en el marco de la actual división global del trabajo. Desde la perspectiva del mercado laboral, las fronteras mantienen –o intensifican– sus funciones de control y gestión del tránsito. El resultado es una realidad paradójica que podemos calificar como globalización fronterizada: la pulsión hacia una mayor integración global que, lejos de derrumbar las fronteras, las reconstruye y fortalece.

Dislocación espacial

Este importante rol de la frontera en relación con los flujos de movilidad humana se hace patente en dos tendencias que caracterizan a las fronteras en nuestro tiempo. En primer lugar, su dislocación espacial. La ubicuidad de las fronteras es una nota característica de nuestro mundo: la frontera se sitúa donde quiera que se realice un control migratorio selectivo. La tradicional noción estática de frontera, concebida como mero límite territorial de los Estados reconocidos internacionalmente ha quedado superada. La frontera ha mutado espacialmente y el territorio delimitado por la frontera cartográfica se ha desplazado tanto hacia el interior como hacia el exterior.

La internalización de las fronteras se hace perceptible en la multiplicación de las acciones encaminadas a detectar, retener y expulsar a las personas extranjeras en situación irregular. Por lo que respecta a su externalización, ésta se ha normalizado en las últimas décadas: numerosos países del Primer Mundo han subcontratado el control migratorio a terceros países, desplazando de facto sus fronteras más allá de su ámbito de soberanía. Ha perdido así vigencia el tradicional marco conceptual que identifica las fronteras con los límites territoriales de los Estados reconocidos internacionalmente.

Asimetría funcional

En segundo lugar, se registra también una mayor diferenciación funcional de las fronteras a la hora de filtrar y controlar la movilidad humana. Frente a la tradicional distinción binaria entre «nacionales» y «extranjeros», asistimos al creciente desarrollo de múltiples regímenes jurídicos especiales relativos a la autorización del tránsito y la residencia que estratifican el tejido social a partir de la producción de jerarquías en el interior del colectivo migrante.

Esta diferencia de efectos en función de quién las cruce configura, entonces, a las fronteras como dispositivos asimétricos. En la práctica, la libertad de movimiento de cada cual depende de una manera decisiva del país que haya expedido el pasaporte que lleve encima. De este modo, las fronteras operan como mecanismos de reproducción de las desigualdades globales y limitan, en definitiva, las oportunidades vitales de los individuos.

Implicaciones políticas

Pero las funciones de clasificación, control y gestión de la movilidad –inconcebibles sin el desarrollo tecnológico y burocrático que ha acompañado a la institucionalización de las modernas fronteras– encuentran también un sentido estrictamente político.

Diferenciando a las personas por razón de su lugar de nacimiento, las fronteras delimitan quién pertenece a la comunidad política y quién no. De ahí que el reforzamiento de las fronteras adquiera un significado de vital importancia en los discursos nacional-populistas. Discursos que se nutren del temor a que la identidad del país quede desleída, pese a la evidencia de que las identidades colectivas son un constructo dinámico en continua reelaboración y objeto de permanente mestizaje. Este temor se ha convertido en un resorte propagandístico que hace de las fronteras un poderoso objeto de explotación simbólica como escudo protector de la identidad nacional.

Ante las obvias dificultades para lograr un efectivo blindaje de las fronteras, con frecuencia se practica un juego selectivo de apertura/cierre, que no oculta la opción fundamental por modelos inicuos de exclusión y contención. De ahí que el balance de los cierres de fronteras no resulte especialmente positivo, tanto por el daño que se inflige a los derechos humanos de quienes migran, como por su desmesurado costo económico. A pesar de ello, las restrictivas leyes de migración vigentes en muchos de los principales países receptores forman parte del mainstream posideológico que insiste cansinamente en que así es como se hacen las cosas y que, por tanto, no hay alternativas válidas.

Apertura controlada

La historia y la perspectiva comparada indican, sin embargo, que sí existen alternativas más compatibles con la libertad de movimientos. Cabría establecer un régimen migratorio que canalice y regule los desplazamientos transfronterizos de forma segura y respetuosa con los derechos humanos.

Más que una barrera, una frontera civilizada ha de ser una frontera abierta, aunque controlada. Esta apertura controlada, aún sin ser la solución de todos los problemas que aquejan a nuestro mundo, al menos serviría para desafiar la indulgente satisfacción de las sociedades occidentales y mitigar las injusticias que sufren cientos de millones de personas.

Resulta poco realista pensar en un mundo sin fronteras, pero es preciso pensarlas de otro modo. Como señala Régis Debray, «toda frontera, como toda medicina, es remedio y veneno. Y, por lo tanto, cuestión de dosificación».


Este artículo ha sido publicado también en The Conversation

Compartir:

Deja un comentario