De la funesta manía de erigir muros

El principio de la inviolabilidad de las fronteras es un presupuesto en el que se apoyan las teorías políticas hoy hegemónicas. En su nombre los Estados quedan inmunizados ante cualquier crítica a los medios que puedan emplear para contener los flujos migratorios y poner remedio a los temores de la sociedad, medios como, por ejemplo, el cierre de fronteras, el internamiento de inmigrantes indocumentados o la instalación de barreras.

De los discursos se ha pasado a los hechos y no son pocos los Estados receptores de inmigración que han construido aparatosos muros y han tendido vallas a lo largo de miles de kilómetros de fronteras. La materialidad de esos muros fronterizos se impone, sin embargo, con tal fuerza que algunas de las controversias políticas contemporáneas más encendidas pivotan sobre su reaparición y su posible justificación.Los muros no son una panacea

En el transcurso de las últimas décadas del siglo XX, muchas fronteras dejaron de ser líneas imaginarias sobre el territorio. Un considerable número de Estados decidieron fortificar esas sutiles marcas con muros intimidantes. Esa tendencia se ha consolidado en las primeras décadas del siglo XXI y los muros se han convertido en uno de los emblemas más elocuentes de la época. Son muchas las fronteras terrestres que han adquirido forma material mediante la instalación de ciertos elementos de contención, que pueden variar desde una simple alambrada hasta una auténtica muralla: “Concertinas, detectores de movimientos, vallas electrificadas y bloques de hormigón asoman por el horizonte y se extienden por el paisaje a lo largo de cientos de kilómetros” (Frye 2019: 290).

En estos casos, las fronteras han sido readaptadas para dotarlas de operatividad desde el objetivo de la seguridad: reforzadas arquitectónicamente, con muros, vallas y fosos que impiden o dificultan su traspaso; tecnológicamente, a través de sofisticados sistemas de control y vigilancia, que pueden incluir vuelos de observación y drones de última generación equipados con cámaras; e incluso militarmente, mediante cuerpos policiales equipados a veces con armamento bélico. En la práctica, con la construcción de diversos tipos de impedimentos físicos se entrecruzan distintas estrategias que, ante la afluencia de personas, tratan de impermeabilizar, retardar y/o contener.

Más allá de constituir un modo ostensible de reafirmar la frontera sobre el terreno, lo peculiar de estos nuevos dispositivos de contención es el propósito con el que se han erigido: no para detener el avance de ejércitos enemigos, como sucedía con la Gran Muralla o el Muro de Adriano, sino para impedir el tránsito de personas desarmadas, que tratan de huir de la pobreza, las persecuciones, las guerras o los desastres naturales. Pervive, eso sí, la necesidad de resguardar el territorio de los «bárbaros», aunque por razones de oportunidad ahora se les asigne el rostro de «refugiados», de «migrantes sin papeles» o incluso de «terroristas», revueltos todos ellos mediante la perversa asociación migrante-delincuente-terrorista.

Aunque pocas veces alcanzan realmente los objetivos perseguidos, los muros no impiden la travesía migratoria: la dificultan, eso sí, y la vuelven mucho más compleja y costosa, cobrándose una inmensa cantidad de sufrimiento, además de una infinidad de vidas. El coste en términos de derechos humanos sería, sin duda, lo primero por lo que cualquier democracia que se precie debería velar.

Cambiar de país, la nueva utopía

El estado de profundos desequilibrios del que adolece el planeta hace que la migración sea un fenómeno llamado a mantenerse, cuando no a intensificarse. Ante las evidentes injusticias y los desajustes sociales a nivel global, la migración se presenta como una tentadora posibilidad. Quienes optan por esta vía, emprenden la marcha tras un complejo proceso de decisión personal, no exento de dolorosos desgarros. Ello no impide, sin embargo, que a veces los desplazamientos se produzcan de manera colectiva, como sucede, por ejemplo, con las masivas caravanas de migrantes que al menos desde 2018 recorren Centroamérica en una suerte de nuevo éxodo en busca de la tierra prometida.

Sea de un modo o de otro, para muchos parias de la globalización hoy la utopía más atractiva ya no es cambiar el sistema político y económico del país en el que viven, sino cruzar las fronteras y cambiar de país (Krastev 2017: 165-166). Tras el colapso de las utopías sociales y de las grandes narrativas de emancipación, este nuevo tipo de revolución en pequeña escala no requiere de movimientos sociales ni de grandes líderes para alcanzar su objetivo. Su motor no es otro que la situación de permanente distopía en la que se desenvuelve la vida de tanta gente. No se inspira en imágenes del futuro diseñadas por ideólogos, sino en imágenes proporcionadas por diversos canales de comunicación sobre la vida al otro lado de la frontera, así como en los innumerables mensajes que los particulares trasladan a través de las redes sociales. La gente compara sus vidas no con las que llevan sus vecinos, sino con las de los habitantes de los países más ricos del planeta o con quienes disfrutan de un ecosistema mucho más propicio (dos situaciones que, aunque dispares, no es infrecuente que vayan de la mano).

Incomprensión y rechazo

Con harta frecuencia, quienes persiguen esta pequeña utopía de cambiar de país se topan literalmente con las puertas cerradas y los sueños se convierten en pesadillas. Aunque la propia dinámica de la globalización supone la supresión de las fronteras estatales o al menos el desdibujamiento del papel que tradicionalmente se les atribuía, hoy en día no sólo subsisten como líneas en la superficie terrestre, sino que se ven reforzadas a menudo por todo un complejo dispositivo normativo y administrativo por el que tiene lugar la clasificación entre flujos deseables e indeseables, entre bienes y personas. De ahí que muchos de los que sueñan con cambiar de país se encuentren con incomprensión y rechazo.

Ante ese panorama, cabe preguntarse si los Estados más prósperos y seguros están legitimados para restringir la libertad migratoria que le asiste a cualquier ser humano. Si la respuesta es negativa, y existen buenas razones para ello, entonces resulta crucial no sólo desnaturalizar el discurso hegemónico acerca de la necesidad de fortificar las fronteras, sino también formular planteamientos alternativos que garanticen la movilidad humana y que no desestabilicen internamente a los Estados.

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Una versión más extensa y completa de este artículo, con la formulación de distintas propuestas, se encuentra en “Alternativas a la funesta manía de erigir muros”, publicado en
PAPELES de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, nº 153 (2021), pp. 101-112.

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