Migraciones y corrupción del lenguaje

Existe una clara tendencia a dramatizar sobre la magnitud real de los flujos migratorios, aunque para ello se incurra en una deliberada negligencia y en una injustificable frivolidad. Al respecto, resulta sumamente ilustrativo el análisis del modo en que los medios de comunicación abordan las noticias relacionadas con la inmigración. Tanto el enfoque elegido, como el diseño de presentación y las estrategias discursivas se encuentran lejos de las exigencias mínimas de objetividad.

El caso de las 25.000 personas llegadas a Italia entre febrero y mayo de 2011,esto es, desde el comienzo de la revolución democrática en Túnez y el inicio de la guerra civil en Libia, resulta representativo de una forma muy peculiar de abordar estas cuestiones. Ya a fecha de 9 de marzo la portada del diario El País, con foto incluida, titulaba: “Las oleadas migratorias por las revueltas árabes desbordan Italia”. Aunque en el interior de la información se precisaba que “Italia ha recibido desde enero a 8000 refugiados”, se había sucumbido de nuevo al síndrome imperante de mostrar firmeza ante la invasión de inmigrantes ilegales.

Se había optado por este encuadre o framing en lugar de tratar el asunto como un claro caso de migración forzada por motivos políticos y, por ende, atendible bajo la figura del derecho de asilo en virtud del compromiso de toda la UE con la democracia. Y también se había podido poner las cifras en relación con la población y los recursos de un país como Italia y señalar – para acercarse a la descripción de la realidad – que lo que acaso estaba “desbordada” era la minúscula isla de Lampedusa, pero no el país entero. El lenguaje se utilizaba de nuevo, con el mayor descaro y sin la menor responsabilidad, para ocultar la realidad. La sorprendente receptividad de algunas mentiras es un fenómeno en absoluto ajeno a la corrupción del lenguaje.

De manera no querida quizás, se identifican las migraciones con un proceso natural y, por ende, también ingobernable. La asociación más o menos explícita con la noción de catástrofe parece así inevitable, cuando no con un fenómeno bélico, al que aluden términos como desembarco y, sobre todo, invasión, al que además se le añade adjetivos como masivaincontroladadesbordante. Conceptos igualmente no analíticos, sino meras expresiones de un sentimiento de inquietud o acaso de un cierto síndrome de saturación, son otras imágenes que se han hecho usuales: «umbral de tolerancia» o «presión migratoria». Se pone así en juego toda una jerga tecnocrática y opaca que pretende reducir y ocultar la complejidad del mundo.

En ello el empleo de determinados recursos expresivos como las métaforas desvela un determinado sustrato ideológico nada neutral. Las metáforas devienen entonces en instrumentos de dominación simbólica. Si las metáforas se reifican y se convierten en lugares comunes, pierden su capacidad evocadora. El empleo del lenguaje metafórico se ve potenciado por el uso de una iconografía selectiva, que en el caso de los países del Sur de Europa está ocupada predominantemente por las imágenes mil veces repetidas de los cayucos, pateras y barcos atiborrados. A ello se le añade la difusión de una numerología estimativa que abona de la idea la migración como un fenómeno de «gran magnitud». Estas representaciones sociales de los migrantes difundidas por los medios de comunicación abonan la idea de una población migrante no deseada ni deseable. Estas representaciones sociales inciden en los discurso políticos y viceversa: ambos se retroalimentan y se condicionan mutuamente.

En una democracia las palabras deben ser objeto de un cuidado exquisito, pues la democracia se caracteriza precisamente por el gobierno mediante la palabra. Las palabras han de ser precisas y claras, de modo que no induzcan a engaño.

 

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