Europa tendría que abrir sus fronteras exteriores

La Unión Europa (UE) es un caso único. Por primera vez en la historia un grupo de Estados soberanos han acordado abrir de manera recíproca sus fronteras para dejar transitar libremente capitales, mercancías, servicios y personas. Sólo en el seno de la UE se ha dado este trascendente paso, que en muchos aspectos representa un modelo para el resto del mundo. En un aspecto, sin embargo, no lo es, pues a la vez que han abierto sus fronteras interiores, los Estados que la componen han reforzado el control de sus fronteras exteriores con el fin de impedir sobre todo el libre paso de las personas. La UE presenta visos de convertirse en un nuevo Estado nacional de dimensiones continentales, incluso con alguno de los típicos desvaríos de tales instituciones, como es la obsesión por el control de sus fronteras exteriores.

La UE ha hecho del cierre de fronteras exteriores su «doctrina migratoria» y de la lucha implacable contra la inmigración ilegal, su estrategia para implementarla. La así llamada Fortaleza Europa es mucho más que un socorrido recurso retórico para empleo periodístico: es una realidad tangible planeada con la finalidad de intentar contener la propagación de la indigencia planetaria, un estructurado sistema de control y vigilancia. Para el control en común de las fronteras de la UE se creó en 2004 la Agencia Europea para la gestión de la cooperación operativa en las fronteras exteriores, conocida por el acrónimo FRONTEX, cuyo presupuesto se ha ido acrecentando desde entonces de manera exponencial. Su misión consiste, básicamente, en la vigilancia e interceptación de flujos migratorios en alta mar, con el consiguiente desplazamiento de las fronteras aguas adentro.

Las retóricas del miedo —miedo a perder la identidad o el nivel de bienestar, miedo a ser blanco de acciones terroristas— que inundan las esferas públicas europeas provocan la emergencia de sociedades a la defensiva, sociedades amuralladas no sólo en sentido metafórico, sino también en sentido estricto: sociedades cuyos confines físicos están cubiertos de vallas, alambradas o muros. O cuyas aguas territoriales están vigiladas de manera permanente por aviones y barcos destinados a impedir el acceso de personas indeseadas a sus costas. Como coartada perfecta, se aduce la extendida obsesión por la seguridad que, elevada a valor supremo por encima de casi cualquier otra consideración, domina el discurso público occidental al menos desde los atentados del 11-S. Pero ya antes esa retórica obsesiva había hecho mella.

De hecho, el muro anti-inmigración más famoso del mundo es el levantado entre Estados Unidos y México. Costosas barreras —dotadas, entre otros artilugios, de cámaras, alumbrado de alta intensidad y equipadas detectores térmicos— cubren una parte considerable de los 3.152 kilómetros de la frontera. No llegan a evitar que cientos de miles de centroamericanos indocumentados franqueen todos los años la frontera, pero sus efectos son aterradores. En los quince años que van de 1998 a 2012 murieron en esa frontera más de seis mil inmigrantes, un número que multiplica por veintidós los fallecidos en el muro de Berlín en sus veintiocho años de historia.

Las barreras anti-inmigración no son, sin embargo, un fenómeno privativo de los Estados Unidos. Desde hace unos años proliferan por todos los continentes y, según algunas estimaciones, sumando todas las levantadas en el planeta, alcanzan ya una longitud total de unos 18.000 kilómetros. No tan célebre como la norteamericana, pero de una longitud comparable, es la doble hilera de alambradas de unos dos metros y medio de altura que desde hace década y media erige India para detener la migración procedente de Bangladesh y que ya supera los 2.500 kilómetros. Barreras y obstáculos físicos también se levantan en diversos tramos de la frontera terrestre entre Grecia y Turquía no coincidentes con el río Evros.

Más cortas, pero mucho más altas y tecnificadas, son las verjas de alambradas izadas para resguardar el perímetro terrestre de las ciudades españolas norteafricanas de Ceuta y Melilla e impedir expresamente el tránsito migratorio desde Marruecos. Pese a su progresiva sofisticación del vallado, al que se han ido añadiendo sistemas especiales anti-asalto, como mallas anti-trepado y cuchillas aún más cortantes, no se ha registrado una disminución de las entradas, tan sólo un agravamiento de las lesiones provocadas. Los episodios violentos, con consecuencias a veces letales, se suceden sin que se vea un final a una situación intolerable desde una perspectiva tanto moral como jurídica. El riesgo de degradación del país no es menor. Una sociedad que ignora la dignidad humana en la frontera acaba tratando a los suyos como si fuesen extranjeros.

No existe obstáculo que sea infranqueable. Ni la policía fronteriza, ni el ejército, ni la armada, ni los vuelos de observación, ni las cámaras de televisión, ni los sofisticados sistemas de sensores alcanzan la eficacia requerida en la consecución del objetivo perseguido. Lo mismo cabe decir de la intensificación y refinamiento de las medidas de control en los aeropuertos, del desplazamiento preventivo de esos controles a los lugares de origen o de la generalización de la exigencia de dotarse de pasaportes biométricos. Ninguna de estas medidas sirve para contener los sueños de la gente e impedir que las personas entren en un país. Además de para nutrir todo un lucrativo negocio del que se beneficia una potente industria de la seguridad generada ad hoc, valen únicamente para agudizar el ingenio a la hora de burlarlas, agravar el riesgo físico y encarecer el peaje debido a los traficantes.

El cierre de fronteras no es la solución a nada, es tan sólo el inicio de una espiral de nuevos problemas. La intensificación de los controles fronterizos y la multiplicación de obstáculos físicos provocan un incremento considerable de la inmigración clandestina, que a su vez produce una reacción desproporcionada por parte de los Estados receptores en el manejo punitivo de la inmigración económica en general (en el caso europeo, de la extracomunitaria). Si el cierre de fronteras se ha revelado no sólo lesivo para la dignidad humana, sino también ineficaz, ¿por qué continuar con las fronteras bloqueadas para el tránsito de los migrantes internacionales?

Quienes aducen que el relajo de los controles fronterizos haría que la UE quedara desbordada de inmigrantes no tienen en consideración que los controles estrictos no son más que uno de los factores que influyen en la circulación masiva de personas entre unos países y otros. Que la inmensa mayoría de la población de los países, incluso de los más pobres, no emigra ni desea hacerlo es un dato ampliamente contrastado. Migrar es la excepción, no la norma, incluso cuando ello es posible sin mayores impedimentos. En la historia encontramos abundantes muestras de ello. En los tiempos actuales, el caso precisamente de la UE serviría para avalar que la inmigración es un proceso en nada masivo. En este espacio, en donde sus ciudadanos tienen plenamente reconocida la libertad de circulación e instalación, tan sólo un porcentaje bastante reducido de ciudadanos viven fuera de su país de origen de manera permanente: apenas llega al 3%.

Sin contraste empírico se afirma que la apertura de fronteras equivale a legitimar una forma de invasión, por muy pacífica que sea, o a alentar una afluencia ingente de migrantes que torne inviable la sostenibilidad de los países receptores y, en particular, de sus sistemas de protección social. La presunta imposibilidad práctica para mantener simultáneamente una política de fronteras abiertas y un Estado de bienestar extenso se basan en superficiales cálculos que no tienen en cuenta la contribución económica neta de la población inmigrante. Unos cálculos que además ignoran la necesidad reconocida por numerosos países desarrollados de compensar mediante nuevos trabajadores inmigrantes el creciente déficit de sus sistemas de pensiones generado por la concurrencia de una baja tasa de natalidad y una alargada esperanza de vida. Hay motivos para pensar más bien que la apertura, al evitar las situaciones de irregularidad, favorece una mejor integración social de los inmigrantes. La mejora en el respeto de los derechos humanos sería, en todo caso, considerable.

Una política migratoria de puertas abiertas —o, en su defecto, la puesta en marcha de un sistema de alcance global que compense económicamente a la población de los países pobres por la opción de mantenerlas cerradas— configuraría un nuevo estado de cosas. Y ese nuevo escenario constituye no sólo un horizonte deseable, sino también una propuesta practicable sin menoscabo de la integridad de los Estados miembros de la UE. Sin ingenuidad alguna, cabe preguntarse si de hecho no resulta mucho más utópica la opción opuesta propugnada desde posiciones autodesignadas como realistas. Y con esta pregunta no se alude exclusivamente al cierre completo de las fronteras, a la «inmigración cero» tan anhelada por algunos populismos chovinistas, sino también a la simple pretensión de mantener los flujos migratorios bajo el control de los Estados.

Si nos tomamos en serio la libertad de movimientos transfronterizos en el seno de la UE, pocas razones morales, jurídicas y pragmáticas hay para negar su vigencia también en las fronteras exteriores. En ausencia de un escenario bélico en el horizonte o de situaciones de emergencia sanitaria o medioambiental, que justificara un cierre temporal de las fronteras, ¿qué sentido tiene mantener operativa la costosa Fortaleza Europa?


[Este artículo ha sido publicado previamente en
The Economy Journal. También está disponible una versión en inglés bajo el título «Europe should open its external borders»]

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