Migraciones y diversidad cultural (1): algunas tendencias

 

Con el asentamiento de un número significativo de inmigrantes se reabren en las sociedades de acogida viejos debates sobre la convivencia y la tolerancia intercultural. Con los flujos migratorios, especialmente con los de carácter internacional, tiende a aumentar la diversidad étnico-cultural en los países receptores. Aunque no son el único factor de diversificación cultural e identitaria en las sociedades contemporáneas, pues lo son también los mass media, los productos culturales globalizados o el turismo de masa, las migraciones suponen de ordinario la reorganización de las fronteras de los grupos étnico-culturales (fijadas mediante procesos de autodefinición y heterodefinición) y de su distribución geográfica. Afectan no sólo a su grado relativo de concentración y dispersión, sino también a la vinculación afectiva que sus miembros mantienen con un determinado territorio (una vinculación supuestamente exclusiva), así como a su grado de mestizaje con otros grupos. De este modo, las migraciones ejercen una notable influencia en la conformación de las identidades colectivas y las lealtades políticas.

La incidencia de las migraciones como factor de diversificación o pluralización de la vida social es tanto más perceptible cuanto más homogénea o monocultural sea la sociedad de acogida. A la diversidad largamente asentada o tradicional, aunque oculta muchas veces, se le suma entonces una palpable diversidad de reciente cuño. Se hacen presentes personas de origen dispar, que hablan otras lenguas, practican otras religiones, portan otras indumentarias, siguen otras costumbres y sostienen otras formas de concebir la moral, la política y el derecho. A medida que se introducen aspectos novedosos en la cotidianidad y se mezclan modos de vida que estaban separados y claramente diferenciados emerge también un escenario de conflictos latentes conformado por un triple riesgo:

  • “riesgo de que cada una de las comunidades culturales cancele, desde su interior, la libertad de sus propios individuos;
  • riesgo también de que las comunidades de mayor fuerza y tradición cierren la posibilidad de desarrollo de las más débiles;
  • finalmente, de que la cultura nacional, que es el cemento que une a la sociedad más amplia, se debilite y llegue a la desintegración total” (Salmerón 1996, 70).

 

De estas palabras, acertadas sin duda en la descripción de los posibles escenarios, cabría deducir una idea bastante común de la que, sin embargo, conviene desprenderse pronto. A menudo se da por sentado que tanto unos como otros, población autóctona e inmigrante, conforman grupos con nítidos perfiles socio-culturales. En unos y en otros lo habitual es, más bien, la presencia en su interior de minorías con diversos marcadores distintivos, más o menos numerosas y más o menos reconocidas. Las poblaciones receptoras, supuestamente homogéneas en su autorepresentación (de acuerdo a poderosas ficciones identitarias), no lo son tanto en su efectiva configuración. Tampoco los migrantes suelen conformar grandes grupos cerrados ni habitar en enclaves realmente monoculturales. Los procesos migratorios provocan cambios en todos e inducen siempre, aunque sea de forma asimétrica, una aculturación recíproca. De ahí que resulte especialmente desenfocado plantear la cuestión como un conflicto entre la parte originaria de la población y aquellos otros que recientemente se han sumado a la misma. Por esa pendiente podemos deslizarnos a terrenos indeseables.

El uso y abuso del término «comunidades», tan del gusto no sólo de los comunitaristas, sino también de muchos multiculturalistas, puede inducir a pensar en su proliferación. En realidad, y dado que los flujos que arriban a un país suelen tener procedencias diferentes y casi nunca conforman un único bloque homogéneo, y aunque se registre una cierta tendencia hacia la concentración residencial u ocupacional (los así llamados enclaves étnicos), o la creación de asociaciones y redes étnicas, las migraciones propician la multiplicación y superposición de lenguas, religiones y costumbres a lo largo de la geografía estatal. Los préstamos, las apropiaciones y los mestizajes culturales están tan al orden del día que difícilmente cabe señalar grupos verdaderamente aislados e «incontaminados» o al menos con vínculos internos fijos y lindes externas claramente definidas.

  (continúa…)

 

[Este ‘post’ es un extracto de un artículo de Juan Carlos Velasco titulado Migraciones y diversidad cultural, una cuestión de derechos, publicado en Javier Peña Echeverría (ed.): «Inmigración y derechos humanos», Lex Nova, Valladolid, 2012, págs. 61-87]

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