Por un pacto global sobre movilidad humana

En torno a la gestión de la movilidad humana  se focalizan muchas de las discusiones públicas más apasionadas en nuestros días. Son debates que se refieren a una realidad ya presente, sin duda, pero que adquirirá aún mayor entidad en un futuro próximo. En un escenario de crecimiento de la población mundial, de agudas desigualdades económicas entre los países y de reducción de la superficie útil para la vida humana a causa del cambio climático, los flujos demográficos continuarán in crescendo.

Aunque no hay dudas acerca de la dimensión rigurosamente planetaria del asunto, resulta realmente pasmoso que no exista aún un sistema supranacional de gobernanza de los movimientos transfronterizos de migrantes y refugiados que permita actuar de forma coordinada a nivel global. Como en pocas otras materias, aquí también se hace valer la evidencia de que no existen soluciones locales para problemas globales. El problema de escala se agudiza por la vigencia de un marco estrictamente estatal que interpone obstáculos a la hora de avanzar en este terreno. El enfoque, como siempre, predetermina el tipo de medidas que se plantean. Desde hace ya demasiado tiempo, los esfuerzos de los distintos países se dirigen a intentar contener los flujos y es ahí donde el cierre de las fronteras aparece como la solución mágica, por más que resulte completamente impracticable, además de profundamente insolidaria.

Estas políticas pretenden dar respuesta a ansiedades y temores de los sectores más vulnerables de la sociedad receptora, aunque para ello los inmigrantes se conviertan en chivo expiatorio de las frustraciones internas. Este discurso demagógico resulta, sin embargo, plausible en la medida en que la gestión de los movimientos migratorios por parte de los países de destino sigue siendo básicamente unilateral o, a lo sumo, bilateral. Los pocos mecanismos de coordinación multilateral existentes se caracterizan hasta el momento por su evidente falta de operatividad. Y esta carencia reclama una solución urgente.

En este escenario, resulta ciertamente alentadora la firma en Marrakech el pasado 10 de diciembre de 2018 del Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular por parte de más de 150 países, un pacto que previamente había sido acordado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Se trata, no obstante, de un acuerdo internacional no vinculante en términos jurídicos y que no cuestiona la soberanía de los Estados en materia migratoria y de control de fronteras. Pese a que el pacto tan sólo establece un marco para cooperar, varios países se han desvinculado del texto, que no cuenta con la firma de Estados Unidos, Israel, Australia, Chile ni la de nueve Estados de la Unión Europea. Esta renuencia de ciertos gobiernos indica también que, por poco valor que tengan estos acuerdos, siempre pueden tornarse en referencia crítica para medir las políticas que se siguen. A nadie le gusta ver  su fea cara reflejada en un espejo. Por eso algunos gobiernos no han dudado en demonizar el pacto.

El Pacto de Marrakech establece tan sólo una serie de vagos compromisos sobre derechos humanos y, en especial, sobre los derechos de los menores y los inmigrantes indocumentados. Se estructura en torno a veintitrés grandes objetivos, algunos tan genéricos como la cooperación para recopilar datos fiables sobre la materia o reducir las vulnerabilidades en la migración. Hay también obligaciones algo más concretas, como medidas para evitar la separación de las familias o usar la detención de migrantes exclusivamente como última opción.

Las insuficiencias del pacto son múltiples. La más relevante probablemente sea que se centra en los migrantes y deja fuera a los refugiados. La movilidad humana a escala global incluye ambas categorías, cuyos límites cada vez resultan más difusos, e intentar dar respuesta a una sola es un modo de legitimar un trato diferenciado, algo que difícilmente puede estar justificado cuando son la necesidad y la desesperación las que acucian tanto a unos como a otros.

Otra insuficiencia igual de relevante o más de este pacto es que no establece un marco global que permita articular canales regulares y previsibles para poder migrar. Si las economías de los países desarrollados precisan de un número cada vez mayor de mano de obra extranjera, como es el caso para que resulten sostenibles, un mínimo de pragmatismo exige que la migración no sea obstaculizada, sino más bien encauzada. Es más, si los Estados no abren este tipo de vías, deberían ser consecuentes y no reprochar a nadie que haya llegado ilegalmente cuando nunca se le dio oportunidad de hacerlo regularmente.

La voluntad de cooperación que revela la firma del Pacto de Marrakech es digna de ser celebrada en la medida que constituye un paso en la dirección correcta, aunque sea insuficiente. Una gobernanza global de los movimientos internacionales de personas sólo será factible si se logra un acuerdo realmente vinculante que abarque todas las dimensiones de la movilidad humana, incluyendo tanto migrantes como refugiados. No menos decisivo será disponer de marcos claros, supervisados por una organismo supraestatal competente, que permita los movimientos transfronterizos y vele por el efectivo respeto de los derechos de quienes los protagonizan, el eslabón siempre más débil.


NOTA.- Una versión ampliada de esta misma entrada fue publicada el 05/02/2019 en la plataforma digital The Conversation

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Un comentario

  1. Lo bien dicho aquí sobre el Pacto Mundial puede completarse con lo que escribe hoy Joan Lacomba en El País («Malos tiempos para el Pacto Mundial de las Migraciones»). Destaco un par de frases:
    «Si en un área geopolítica el Pacto ha experimentado el mayor rechazo, esta es Europa. […] El giro político de muchos de estos países, apelando en no pocos de ellos al discurso de la amenaza de una inmigración que, sin embargo, no resulta ser elevada en buena parte de los mismos, ha ayudado a condicionar de modo más amplio no solo la percepción de la migración, sino también las reformas igualitarias y por los derechos en otros ámbitos.»

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