Por Francisco Blanco
Instituto de Filosofía del CSIC

Acabamos de celebrar otras elecciones, y nuevamente muchas personas que conviven legalmente con nosotros, que pagan sus impuestos, que trabajan con nosotros y participan en los diversos espacios que constituyen nuestra sociedad, han visto negadas sus más básicas posibilidades para participar en las instituciones que les gobiernan y para poder considerar (aunque sea simbólicamente, como lamentablemente parece que nos tenemos todos que resignar en estas democracias “realmente existentes”) que las leyes que se les impone expresan de algún modo su propia voluntad.

Es decir, seguimos conviviendo con personas subordinadas y sometidas por voluntades ajenas que se le imponen por la fuerza. Es una convicción moral fuerte de nuestros sistemas democráticos que las leyes y normas que regulan nuestra convivencia y las instituciones que nos gobiernan, se nos pueden imponer coactivamente porque reflejan nuestra voluntad y persiguen nuestro bien común determinado por nosotros mismos. Este es el viejo ideal, central en nuestras democracias, de autonomía y autogobierno, de “soberanía del pueblo”. En palabras del filósofo norteamericano- Michael Walzer:

“El principio de la justicia política es el siguiente: los procesos de la autodeterminación a través de los cuales un Estado democrático configura su vida interna deben estar abiertos por igual a aquellos hombres y mujeres que vivan en su territorio, trabajen en la economía local y estén sujetos a la ley local. Por consiguiente, la segunda admisión (la naturalización) depende de la primera (la inmigración) y está sujeta a ciertas restricciones de tiempo y calificación, nunca a la restricción última de su denegación. Cuando la segunda admisión es denegada, la comunidad política degenera en un mundo de miembros y extraños sin fronteras políticas entre ambos, donde los extraños son súbditos de los miembros” (Walzer, Las esferas de la justicia, 1997[1983], p. 72).

Es decir, conceder el voto a todos nuestros residentes independientemente de su procedencia es una cuestión de justicia, exigida por nuestros más fundamentales principios de convivencia democrática, y no es, de ningún modo, un mero elemento de política pragmática, desde la que la concesión del voto se vea como simple “elemento relevante de las políticas de integración”.

Ya se ha tratado este tema en entradas anteriores de este blog (v.gr., “El derecho de voto de los inmigrantes en las elecciones municipales”, del 15 de marzo de 2006; y “De nuevo con el voto de los inmigrantes”, del 21 de agosto de 2006), pero en estas entradas se planteaba la cuestión del voto de los inmigrantes desde la perspectiva que acabo de rechazar. Estas cuestiones de política pragmática tienen mucho valor, por supuesto, para avanzar hacia una sociedad más justa, pero no expresan las cuestiones normativas relevantes. Quiero por lo tanto complementar el anterior debate planteando el problema desde la perspectiva que en mi opinión es la normativamente relevante y ello nos permitirá dar una respuesta diferente a la alternativa planteada en las citadas entradas del 2006.

El 15 de marzo de aquel año se nos decía que para resolver este problema se nos planteaban dos soluciones: “La primera consistiría en cambiar el citado artículo de la Constitución (el artículo 13.2, que permite a los inmigrantes votar sólo si hay acuerdos de reciprocidad con sus países de origen) y derogar la exigencia de acuerdos bilaterales como condición para ejercer el derecho de voto. El otro procedimiento, que seguramente sea el que finalmente se use, consiste en firmar acuerdos bilaterales con los países de procedencia de los inmigrantes”. Desde la perspectiva pragmática de la política de integración se insistía en el segundo procedimiento, sin embargo creo que por lo dicho anteriormente, la coherencia de nuestra sociedad democrática en el respeto a sus principios fundamentales exige necesariamente la primera solución.

La lucha por la justicia es paralela a la desinstitucionalización de la injusticia y el citado artículo institucionaliza la injusticia, por lo tanto para esta lucha es necesaria su eliminación: aún en el caso de que todos los inmigrantes se viesen amparados por acuerdos recíprocos, al mantener ese artículo nuestra sociedad sería siendo injusta. Ninguna persona, por su igualdad moral, debe ser objeto de subordinación y sometimiento, y debe ser así por sí mismo y no por la mercadería internacional de derechos de membresía que institucionaliza el artículo 13.2. Este artículo reduce a la persona a mero súbdito cuya autonomía, valor moral y derechos se instrumentalizan como simple objeto de intercambio dentro del sistema de intereses, presiones y relaciones del orden internacional. La justicia y nuestra dignidad como sociedad democrática, por lo tanto, exige la eliminación del articulo 13.2, simple y llanamente.

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