¿Se puede convertir lo excepcional en norma? Sobre la acogida europea de los refugiados ucranianos
Como pocas otras causas en los últimos años, la afluencia de refugiados procedentes de Ucrania está movilizando la solidaridad de las sociedades europeas. Esta respuesta debería consolidarse en el futuro ante otras situaciones no tan disímiles.
Europa asiste a lo que muy probablemente sea el mayor éxodo de refugiados desde el final de la Segunda Guerra Mundial: más de dos millones de ucranianos en apenas doce días. De momento, y en lo que respecta a la acogida de quienes huyen de los horrores provocados por la invasión rusa, la respuesta europea, tanto individual como colectiva, es ejemplar y está a la altura de la envergadura del desafío. Las fronteras se han abierto para darles refugio. Nada que reprochar, sino todo lo contrario. Pero esta primera reacción, que esperemos que se sostenga en el tiempo, no nos debe hacer olvidar otras experiencias no tan positivas.
La impresionante ola de solidaridad que se registra ahora ante la masiva llegada de ucranianos a distintos países de la Unión Europea y, en particular, a Polonia, pero también, entre otros, a Rumanía, Eslovaquia y Hungría, contrasta vivamente con la actitud de rechazo que anteriormente se pudo observar en circunstancias sustancialmente no muy distintas. Es de resaltar que los países que ahora se muestran más hospitalarios son prácticamente los mismos que no hace tanto se opusieron con más ahínco a acoger refugiados y a consensuar un sistema de reparto solidario en la Unión Europea.
¿Dos tipos de refugiados?
Recordemos el cierre de fronteras que diversos países de Europa Central decretaron ante la crisis que generó en 2015 la llegada de cientos de miles de refugiados que cruzaron el Mediterráneo huyendo de guerras, persecuciones y múltiples penalidades, en su mayoría sirios, iraquíes y afganos, o cuando no hace nada, en otoño de 2021, unos pocos miles de refugiados procedentes también de Oriente Próximo intentaron ingresar en Polonia desde Bielorrusia.
Ante la disparidad de trato dispensado cabría deducir que existen dos categorías de refugiados: los «nuestros», es decir, los «auténticos refugiados», y los «otros», los procedentes del Tercer Mundo, que no serían merecedores de nuestra solidaria acogida. El distinto entorno cultural, religioso e histórico del que provienen unos y otros, o, si prefiere, la percepción de una mayor o menor cercanía, parece ser la clave emocional sobre la que se asienta esta discriminatoria distinción.
Pero con independencia de la valoración normativa que podamos emitir sobre esta palmaria asimetría, que por desgracia no es privativa de los mencionados países, podemos extraer una lección más bien alentadora. En contra de lo que con gran desparpajo se solía argüir en crisis de refugiados previas, la positiva actitud actual desmonta la habitual coartada de los países más prósperos: ¡No podemos acoger a todo el mundo, porque no contamos con las condiciones materiales para hacerlo!
En realidad, como es obvio en el caso de tales países, cuyas capacidades nunca se han visto realmente sobrepasadas, el punto decisivo no estaba en una presunta carencia de recursos. Más allá de los medios que se cuente, siempre limitados, abrir o cerrar fronteras es, más bien, una cuestión de disposición. Cuando hay buena disposición, cuando hay voluntad política por parte de gobernantes y ciudadanos, se abren fronteras, se arbitran procedimientos extraordinarios y se acogen refugiados.
Parcialidad solidaria
Esa parcialidad, ese trato asimétrico que damos a unos y a otros, nos habla también, sin duda, de la limitada capacidad moral de los humanos para extender nuestra responsabilidad ante quienes no son nuestros conciudadanos, esto es, a círculos más amplios que sobrepasen las fronteras estatales. A veces, como en esta ocasión, vamos algo más allá, pero nos resulta complicado en general adoptar una mirada realmente cosmopolita, que reconozca la igual dignidad moral de todas las personas, de todos aquellos extraños que llaman a nuestras puertas.
Nuestra capacidad empática está influida por el sesgo de afinidad más de lo que estamos dispuestos a reconocer. De modo similar, nuestra sensibilidad moral se basa – es difícil negarlo – en la percepción de proximidad, y ésta no nos la proporciona sólo la geografía, sino la disponibilidad de información, de imágenes, de compatriotas que están allí, etc. La guerra de Ucrania la tenemos ahora mismo en el salón de casa, mientras que otros conflictos pasan desapercibidos o, simplemente, no los queremos ver. Las fronteras se levantan o se bajan según nuestro particular imaginario moral, tan sujeto a la estrechez emocional de nuestros apegos y, por ende, independiente de nuestros principios morales.
Si la reacción ante quienes llaman a nuestras puertas se pone ante un espejo, los europeos no quedamos tan favorecidos. Como decía Hans Magnus Enzensberger a principios de la década de 1990, cuando se registró una importante afluencia de refugiados procedentes de la ex Yugoeslavia, “querer diferenciar entre buenos y malos según el lema «Yo soy quien decide quién es un auténtico peticionario de asilo y quién no», se contradice con el concepto central de asilo”.
Ampliar la figura de refugiado
Si nos atenemos a lo dispuesto en el artículo 33 de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, de 1951, ningún Estado estaría autorizado a devolver o expulsar a persona alguna que huya de países «donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas». A nadie se le oculta, sin embargo, que las vidas de las personas pueden estar en peligro no sólo por persecuciones de carácter religioso, político o étnico, que son los casos explícitamente amparados por dicha Convención.
Dignos de igual protección son también, como sostiene Jürgen Habermas, aquellos “que quieren escapar de una existencia miserable en su propia patria” y deambulan a la búsqueda de un lugar donde recalar. Si esto es así, entonces resultan poco defendibles las manifestaciones cada vez más exasperantes de chovinismo del bienestar, tras cuya barrera se atrincheran muchas veces posiciones nacionalpopulistas radicalmente insolidarias.
No cabe disociar sin más el asilo político y la migración que huye de la pobreza o de un entorno natural adverso y menos aún esgrimir dicha diferencia como coartada para eludir las obligaciones morales, y también jurídicas, contraídas por los países más prósperos – y entre ellos se sitúan, sin duda, los europeos – con los refugiados procedentes de las regiones empobrecidas del planeta. Es por eso que el debate sobre el refugio resulta bastante capcioso. Dado el grado de imbricación entre ambas formas de movilidad humana, los migrantes económicos y climáticos no pueden ser excluidos sin más de los beneficios del derecho de asilo.
¿Es imaginable que la respuesta excepcional que la Unión Europea está dando ahora al desafío de los refugiados se convierta en norma habitual de actuación en situaciones similares?
Una versión levemente modificada de esta entrada se publicó previamente en The Conversation
No estoy de acuerdo con la afirmación de que la respuesta europea haya sido tan magnífica. Estamos en los inicios de un proceso que muchos creen limitado en el tiempo. Cuando se alargue, se planteará el problema de que los recursos extraordinarios se van acabando y surgirá la competencia por los recursos ordinarios entre los habitantes nacionales y los incorporados. Entonces ya veremos, el futuro dirá. Sin olvidar que la similitud cultural favorece el sentimiento de familiaridad y por tanto la reducción del miedo a los diversos riesgos con los que inevitablemente hay que contar cuando se acogen refugiados, hay un hecho matemático ineludible de las llamadas matemáticas deprimentes: Contabilice usted el número de personas en el mundo con una vida indigna en sus territorios y con deseo de abandonarlos; después, contabilice el número de personas en situación que pudiéramos considerar inversa; haga los cálculos necesarios hasta determinar si es posible lo que defiende: que el acogimiento generalizado consiga bienestar para todos. Si lo es, ya se está tardando en gestionarlo. Si no, habrá que combinarlo con otras medidas sociales y políticas. Lo normal es poder y querer vivir- si se quiere- donde uno se siente conectado con sus herencias culturales y sus proyecciones vitales. Conseguir eso es tarea del individuo, de sus conciudadanos y de sus gobernantes; también de sus vecinos y de la comunidad internacional. Cualquiera de ellos que no dirija sus esfuerzos a que ese derecho humano se ejercite con todas las garantías, no está cumpliendo con una mandato moral que va más allá de un simple deber cívico. En ese logro todas las decisiones no tienen en la práctica el mismo peso, y por tanto, la responsabilidad varía. La historia demuestra que no hay región del planeta ni nación que no sea interdependiente de las demás, y que a corto, a medio o a largo plazo no se vea perjudicada por las malas acciones de otras o de las suyas propias. Cuando los efectos de una decisión puedan ser graves, quien o quienes la toman deberían hacerlo en condiciones de decisión compartida con todos los posibles afectados, es decir, con la humanidad entera. Estimar de verdad lo propio, ser patriota, es contribuir a que todos los demás estén bien, porque eso es lo que mejor asegura el buen funcionamiento de todos los círculos virtuosos (y son innumerables), que acaban beneficiándote como país y como individuo (por una segunda interdependencia). Solo hay que mirar qué enseñan la ecología o los estudios de la microbiota, a otras escalas.
Es, sin duda, una buena medida que para evitar un colapso humanitario la Unión Europea y, en particular, España haya decidido activar el sistema especial de acogida para los ucranianos, pero no sólo: también la personas con residencia de más de cinco años en ese país (España, por su parte, ha decidido ir más allá y acoger a quien venga de Ucrania, sea cual sea su nacionalidad).
Es la primera vez que la UE hace uso de la Directiva 2001/55/CE aprobada en 2001. Es una herramienta especial para otorgar “protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas especialmente por motivos de guerra, violencia o violaciones de los derechos humanos”. Al aplicarse esta directiva automáticamente se les concede el estatus de protección internacional sin que sea necesario que se analicen sus circunstancias individuales. De este modo el permiso de residencia y trabajo se puede conceder en menos de 24 horas.
Es igualmente una buena noticia que se haya activado una tramitación rápida para la salida de los menores ucranianos. Sin duda, pero, ¿por qué al mismo tiempo se deja de lado a los más de 2.000 que llevan dos años esperando en Canarias?