Continuemos nuestra andadura un poco más acerca del concepto de desertificación y las incongruencias a las que nos lleva. Nos toca ahora comentar, someramente, como la desertificación emerge como problema ambiental en la esfera internacional. Es decir un ejemplo más de los efectos funestos de la politización de la ciencia.

Las grandes hambrunas que vienen afectando a las zonas subsahelianas desde la década de los sesenta generaron una sensibilización de la sociedad a escala global. Podríamos hablar de Nairobi, etc. Pero intentaré, esta vez, no enrollarme.

 

Las mentadas hambrunas de los ambientes áridos y semiáridos africanos, asociados a sequías, usos insostenibles del territorio, creciente presión demográfica y fronteras arbitrarias (legado de un colonialismo europeo que no entendía muy bien que tales barreras administrativas destrozaban las culturas rurales, especialmente las ligadas a la trashumancia) generaron un ambiente de compasión y solidaridad. Había que implementar mecanismos internacionales para intentar paliar la situación. Paisajes áridos y polvorientos, cobertura vegetal en constante expolio y deterioro, etc. resultaron en acuñar el concepto de desertificación.

 

Había pues que delimitar las zonas afectadas con vistas a que se beneficiaran de la colaboración internacional. Surgen así polémicas con trasfondos políticos que finalmente culminan con el susodicho concepto «consensuado» de desertificación.   Empero también había que investigar los mecanismos generadores de tal deterioro ambiental. Comienzan así las investigaciones sobre desertificación. En España se da el punto de partida con el Proyecto Lucdeme (Lucha contra la desertificación en el Mediterráneo).  Al fin y al cabo los paisajes del sudeste peninsular son tanto, o más áridos como otros del norte de África.

 

Los científicos también vieron aquí una nueva y suculenta vía de financiación y abundaron en la gravedad del problema, con o sin rezón (ese es otro cantar). Desde el principio, España luchó por ser incluida en las áreas afectadas por desertificación, por cuanto podía beneficiarse de los fondos que Europa destinaría a paliarla.  La pelea se centro en la definición de los ambientes afectados y finalmente se incluyeron los seco-subhúmedos, tras arduas y agrias polémicas con otros países desarrollados.   

 

Si bien la oposición política inicial de algunos socios europeos fue dura, resultó que los científicos españoles se vieron respaldados en sus argumentaciones por otros colegas europeos. Al fin y al cabo la comunidad científica española no es fuerte y nuestros colegas allende de las fronteras pirenaicas vieron también oportunidad de sacar tajada, hecho que consiguieron con creces. Debemos recordar que en un proyecto de la UE deben intervenir más de dos o tres países (ya no lo recuerdo bien). Nacieron así mega-proyectos que secuestraron suculentas subvenciones y de las que España solía ser un simple «partner», no el principal si hablamos de liderazgo. Este es el caso por ejemplo, del Proyecto Medalus Mediterranean Desertification and Land Use 1991-1999.De hecho se financiaron Medalus I, Medalus «II» y Medalus III. Ninguna institución española los lideró. Este honor cayó en un país ampliamente desertificado como el Reino Unido, que tan solo por la coordinación ya se llevaba pingues beneficios.  Pero los resultados de tales investigaciones fueron un tanto desalenmtadores, incluso para algunos expertos en la materia. ¿Qué paso?.

 

Continuará (..)

 

Juan José Ibáñez

(y su mente aterradoramente «desertificada»)

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