Israel y los inmigrantes

Por Daniel Loewe
Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago de Chile

 

El pasado 18 de diciembre se celebró el Día Internacional del Migrante decretado por las Naciones Unidas. Una razón más para atender a los más de 230 millones de personas que viven en un país diferente al que los vio nacer.

Imagine que en busca de mejor fortuna para usted y los suyos decide encarar los riesgos y abandonar la miseria de las tierras que lo vieron nacer. Imagine que logra sortear las mafias y los imprevistos y alcanzar el sitio donde las esperanzas se han de volver realidad. Pero ya que su situación es de ilegalidad, lo detienen y lo internan en un campo de detención cerrado sin derecho a juicio por un año completo. Si tiene suerte, en un campo de detención abierto durante el día, pero bajo las mismas condiciones. Esto es lo que le puede pasar a usted hoy, si, como miles de inmigrantes africanos, sobre todo de Eritrea y Sudán, intenta lograr una mejor fortuna en la tierra prometida de Israel.

Quizás no le parece incorrecto. Después de todo, el derecho internacional no reconoce el derecho a la inmigración. La Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma que cada cual tiene el derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país (Artículo 13-2), es decir, reconoce la emigración como un derecho humano. Pero ésta no implica un derecho a inmigración: una obligación de parte de otras naciones a las de origen, a aceptar su ingreso. Esta es la conocida tesis de la asimetría entre la inmigración y la emigración.

Pero si usted cuenta con una conciencia moral despierta, la respuesta de los burócratas del interés propio no lo puede dejar indiferente.

Primero, si no lo convence la analogía entre el matrimonio y la migración (usted tiene derecho a contraer matrimonio, pero nadie en particular tiene el deber de aceptarlo como conyugue), notará que es lógicamente absurdo afirmar la tesis de la asimetría –al menos en tanto no existan, como a mediados del siglo XIX, un número considerable de Estados que permitan la entrada libre–. Segundo, usted notará que aunque la asimetría no fuese ilógica, hay problemas relativos al valor de un derecho a emigrar sin una obligación correspondiente a aceptar su ingreso. Tercero y más importante, notará que las brutales diferencias en oportunidades, que caracterizan a nuestro mundo y que están a la base de buena parte de los movimientos migratorios, pueden ser cuestionables.

Este último punto es central si usted sostiene posiciones normativas universalistas o cosmopolitas. Después de todo, la ciudadanía adquirida con nuestro nacimiento no depende de nosotros y tiene consecuencias mayores en nuestra vida. Si la labor de la justicia universalista es neutralizar efectos que se retrotraen a la lotería social y natural, mucho parece hablar a favor de una posición más amigable con respecto a los inmigrantes. En un extremo puede sostener –como yo lo hago– un derecho a movilidad sin fronteras. Pero aunque no esté de acuerdo con esta propuesta extrema, estará de acuerdo con que un mínimo normativo irrenunciable implica que no se debe criminalizar a los inmigrantes, como hoy lo está haciendo el Estado de Israel.


Ciertamente Israel no está sólo en la criminalización del inmigrante
. Entre otros, lo acompañan algunos países europeos como Austria con sus campos de internamiento, y otros que mediante incentivos económicos externalizan a terceros países en el norte de África la labor preventiva punitiva, trabajando estrechamente con regímenes y líderes de dudosa calaña. No sin razón, en las postrimerías de su régimen, Muamar Gadafí amenazó a la Unión Europea con llenarla de inmigrantes. En el caso de Israel y los inmigrantes eritreos, la nueva normativa de internación obedece a que de acuerdo a la opinión del Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas, ellos no pueden ser deportados debido a la difícil situación interna en Eritrea. Así que ya que no los pueden retornar, los encierran.

La criminalización del inmigrante es un eslabón más en la cadena particularista que Israel obstinadamente se empeña en construir en su accionar político: la idea de que los vínculos normativos no se retrotraen a principios generales sino que tienen un origen situacionista y no son extensivos a otros. Este particularismo no corresponde a la única posición política en Israel, pero si a la dominante. Y tampoco corresponde a la única tradición dentro del judaísmo, ni siquiera en la interpretación sionista. Hubo un tiempo, incluso, en que se consideraba al judío como el cosmopolita por excelencia (de hecho, cosmopolita fue un término usualmente utilizado por antisemitas para referirse peyorativamente a los judíos en el siglo XIX). Es decir, un ciudadano del mundo en el mejor sentido del término.

No se confunda. No estoy  poniendo en cuestión el derecho de Israel a su Estado. De hecho, lo defiendo. (Tampoco estoy afirmando que este derecho implique la negación de un Estado Palestino. De hecho, también sostengo el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación). Mi punto es que el universalismo normativo (que también subyace a la tradición judía) se opone dramáticamente a las interpretaciones particularistas de la tradición y de la política que prevalecen hoy en Israel y que se expresan ahora de un modo ejemplar y dramático en el trato a los inmigrantes. Y esto, más que nadie, lo debiesen saber los propios miembros del pueblo elegido, una u otra vez tan injusta, brutal y cruelmente victimizados.

Según Marek Edelman, conocido por su papel en la heroica resistencia del gueto de Varsovia, la conclusión que los judíos debiesen sacar del holocausto es que “ser judío hoy significa ponerse del lado de los débiles”. A mi juicio, esta es la conclusión que todo aquel que haya sido víctima de injusticia, o simpatice con ellas, debiese obtener de la experiencia: es mediante la consideración de las víctimas y su sufrimiento que podemos proyectar la sensibilidad ganada en una posición universalista que eventualmente ponga coto a nuestras tendencias tribales, ya sean de tipo ideológico, nacionalista, religioso, cultural, etc. Es de esperar que en Israel, y en tantos otros lugares, esta conclusión encuentre su camino en el trato a los inmigrantes.

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2 comentarios

  1. Partiendo de la natural tendencia a ponerme de parte del débil, se me ocurren los por qué repetidos que se haría un niño:

    – ¿Por qué no racionalizamos desde posiciones universalistas los movimientos migratorios para evitar los campos de internamiento y la vergüenza de abocar a los inmigrantes a la delincuencia y la mendicidad?
    – ¿Por qué elevamos la hipocresía a extremos inadmisibles con la limosna a los países del Tercer Mundo mientras les vendemos las armas para que nosotros sigamos siendo el Primer Mundo? Muchos tanques y poca mantequilla para ellos…
    – ¿Por qué no aprendemos de la sonrisa que pintan sus labios cuando aún no saben qué comerán a la par que nosotros somos infelices sumergidos en una voraz civilización del consumo?
    – ¿Por qué? ¿Por qué no?

  2. Acertado el post, opino.

    No en vano siemrpe he pensado que la emigración a otros lugares es tan esencialmente humano como el amor, el odio, la violencia, o la solidaridad. Innato, genético, de darse la situación en que emigrar es la única solución lógica.

    Es por ello que pienso que poner verjas a los moviemientos migratorios no es si no poner puertas al campo.

    Buen artículo.

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