Cooperación a pesar de la confrontación. Ciencia y técnica en la Guerra Fría.

La interconexión del mundo actual está moviendo a los historiadores a repensar el periodo de la Guerra Fría como «la historia compartida de una modernidad entrecruzada», afirman Klaus Gestwa y Stefan Rohdewald en el último número de Osteuropa. Allí leemos cómo la ciencia y la tecnología se convirtieron en áreas de guerra en las que los bloques de poder pusieron a prueba su fuerza, con ambas partes invirtiendo enormes candidades de tiempo y dinero en observar el progreso de su rival. En la Unión Soviética, un departamento de la Academia de las Ciencias empleó 2.000 lingüistas a tiempo completo y a otros 20.000 freelances para recopilar y traducir artículos de 11.000 revistas extranjeras. «Las superpotencias no aprendieron únicamente de sus aliados, sino también de sus enemigos del otro lado del Telón de Acero».

No se trató solamente de un proceso de polarización: a partir de la década de los cincuenta, las comunidades científicas internacionales comenzaron a reorganizarse, con los científicos haciendo el papel de comunicadores en la Guerra Fría. La cibernética y la biomecánica se convirtieron en lenguajes internacionales y las leyes computacionales penetraron las trincheras entre Este y Oeste. «Los científicos se reunían en conferencias de desarme para celebrar conversaciones libres de clichés ideológicos. No alcanzaron consensos automáticamente, pero sí un mejor entendimiento. El hielo de la rigidez ideológica comenzó a derretirse por primera vez en el medio académico».

Un Cristóbal Colón del cosmos: «En ningún otro ámbito se evidencian tan claramente las constelaciones contradictorias entre las sociedades de la Guerra Fría que en el culto que rodeaba a los cosmonautas y austronautas», escribe Gestwa en un artículo sobre Yuri Gagarin. A pesar de tambalearse en los años ochenta y noventa, -fue típica la novela satírica de Victor Pelevin Omon Ra, en la que se retrata el vuelo espacial del protagonista como un pueblo Potemkin cósmico- el monumento a Gagarin no se derrumbó. «Tras un breve periodo gastado en la ingravidez ideológica, reingresó exitosamente en el mundo postcomunista».

No sólo se convirtió Gagarin en un símbolo para los grupos defensores de los derechos humanos (dicen que se planeó su muerte en 1968 para evitar que se hiciera portavoz de simpatías disidentes), Vladimir Putin también utilizó su reputación para operar una reinterpretación de la historia soviética en clave patriótica. Habiendo rechazado previamente las ventajas del Kremlin, la familia Gagarin salió a escena en las celebraciones del cuadragésimo aniversario del viaje de Gagarin, en 2001, y su hija Elena fue nombrada directora del Museo del Kremlin.

[N.B.: Este post es una traducción libre de la nota sobre el número 10(2009) de la revista Osteuropa publicada en la edición del 3 de noviembre de 2009 de Eurozine]

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