Como mentábamos en la nota precedente sobre el fraude científico, una de las primeras regularidades sobre tal reprochable e ilícita prácica, resulta ser que el denunciante suele ser quien paga las consecuencias, mientras que el denunciado, a menudo culpable, sale incólume de la acusación. Los hechos al respecto son dramáticos. Si la justicia funcionara así, ¿os imaginaríais en que mundo viviríamos? Resultan por tanto irrisorias, las proclamas de nuestros “sacerdotes de la ciencia”, cuando defienden que la  práctica científica atesora los mecanismos para autorregularse así misma, con vistas a proteger su propia integridad.  ¡Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces! Empero  bajo este hecho se esconde, de facto, un modo proceder gravísimo que termina por afectar a las instituciones implicadas. A estas últimas se las puede acusar de connivencia. En consecuencia, de ajustarse a derecho penal, habrá que acusarlas a menudo de un encubrimiento punitivo.

La información y conclusiones obtenidas por Horace Freeland Judson, en su excelente monografía Anatomía del Fraude Científico, son al respecto irrefutables y avaladas por publicaciones del máximo prestigio.

 

Muchas carreras de investigadores, que pusieron en conocimiento las prácticas fraudulentas de algún colega a sus superiores, se han ido al traste al ser marginados por los “iguales”, o aquellas expulsarles (mediante vías más que sinuosas) de sus centros de trabajo. En el caso de los jóvenes investigadores, o de los científicos contratados, el resultado suele ser el fin de su actividad investigadora, el paro y frecuentemente graves daños psicológicos. No cabe la menor duda de la gravedad del tema.

 

Cuando comenzaron a salir a la luz pública los primeros casos de fraude en Estados Unidos, y  los imputados resultaron ser culpables, los juicios estaban atestados de otros “acusicas” que se habían visto obligados a dejar sus carreras científicas.  Estos, con lágrimas en los ojos, intentaban agónicamente comentar a periodistas y tribunales sus respectivos casos. Horacio “Tierra Libre” no escatima detalles. ¿Quién repara el daño profesional de estos afectados?

 

Los “popes” de las disciplinas científicas resultan tener un poder de autoridad que en la práctica deviene frecuentemente en el mero nepotismo. Muchos lo sabemos, pero muy pocos se atreven a decirlo en público.  Y lo peor es que, no se trata tan solo de los colegas, sino de las autoridades de las propias instituciones. Estas últimas, temiendo el escándalo y la pérdida de prestigio de sus universidades o institutos, suelen encubrir al infractor y castigan miserablemente a los que pretenden defender el “juego limpio”. Del mismo modo, las instituciones donadoras de los fondos estatales suelen ignorar cualquier demanda, a pesar de que los fondos de los contribuyentes todos los ciudadanos) son malgastados ruinmente por el estafador. Cabe preguntarse ¿Qué hacen las revistas científicas cuando se demuestra que los resultados y conclusiones descritos en las publicaciones científicas son falsos? ¿Y los coautores afectados? Pero estos temas serán motivo de otras notas específicas.

 

Horacio nos muestra un caso de un premio Nóbel declarado culpable, que había sido denunciado por una contratada a la que obviamente no se le renovó el contrato y se fue a la calle. Pero ella perseveró y al final todo salio a la luz. ¿Quién va a creer a una becaria fr5ente a un Nóbel? Ahora bien, ¿no deberíamos ser todos iguales frente a la ley? Se trata del famoso caso Baltimore del que Horacio, por su relevancia, nos aporta todo tipo de detalles. Y mientras tanto su Institución le nombró decano o Director del Centro Rockefeller, en Manhattan (NY). 

 

En la nota anterior, cuyo enlace os he proporcionado en la primera línea, mentaba la reacción de un director de centro, cuando otro investigador y yo como becario, le narramos un caso concreto. Hoy os narro otro ítem personal. A principios de la década de los 90, cuando trabajaba en mi primer proyecto del cual era investigador principal, envié una carta al organismo patrocinador señalando que un investigador del equipo se había gastado los fondos asignados para la tarea encomendada y no había vuelto a dar señales de vida, a pesar de mis reiteradas demandas. Como era de esperar, no obtuve respuesta. No se trata de un fraude en sí, pero en EE.UU. ya es considerado delito de mala praxis científica (yo diría que se trata de tergiversación de fondos). Algunos años después, alguien de la misma agencia me recordó el tema cuando era evaluador.  Yo le interrogué del porqué no se había dado ni tan siquiera un acuse de recibo a mi denuncia. La respuesta fue clara y rotunda: se trata de un tema muy delicado y no disponemos legislación al respecto ¿Pero nadie de los investigadores que lean estas líneas conocen casos similares? Seguro que prácticamente todos. Sin embargo, como me comentó el mencionado colega: es la primera notificación que recibimos de esta naturaleza en esta “casa”. Las conclusiones son pues obvias: todos somos culpables. ¿Actuamos por cobardía como encubridores? Pues va a ser que sí. Obviamente, a lo largo de mi trayectoria científica he vivido circunstancias peores. Como una que os narraré y que afecta a la dirección del Instituto Nacional de Meteorología, aunque otras muchas instituciones actúan de igual forma. Lo más lamentable es que, estamos tan acostumbrados, que ni tan siquiera pensamos que se trata de acciones punitivas (probablemente sea así, ya que no hay legislación al respecto), sino un mero capricho de las autoridades. Pero los papeles firmados y rubricados, con los compromisos adquiridos están ahí.

 

Algunos países ya han o están estipulando una legislación al respecto. ¿Y España?

 

Resumiendo, vamos viendo, y seguiremos abundando en que todos somos culpables., mal que me pese decirlo y que os duela u ofenda leerlo. Yo también, por supuesto.

 

Juan José Ibáñez

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2 comentarios

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