Historia de la Ciencia del Suelo. 4ª parte. Las discusiones productivistas en el seno de las nuevas Academias . (Salvador González Carcedo).

La victoria de la Investigación moderna no fue completa hasta que se estableció un principio esencial: el intercambio de información libre y cooperativa entre todos los investigadores. Hoy no se considera como tal, ningún descubrimiento científico, si se mantiene secreto. Una observación o un descubrimiento nuevo no tiene realmente validez, hasta que al menos otro investigador haya repetido y confirmado la observación. La investigación no es el producto de individuos aislados, sino de la comunidad científica.

 

Durante este siglo la Ciencia será tal como la entendemos hoy, con sus hombres comprobando minuciosamente sus resultados en los laboratorios y exponiendo sus conclusiones mediante escritos a sus respectivas Academias. En definitiva, el siglo XVII es el del triunfo de la experimentación, cuyos cimientos habían sido puestos por Paracelso. Es el siglo de Bacon, Galileo, Descartes, Newton, Boyle, Malpighi…

 

Por su amistad y relación cobra impulso la creación de las Academias o Sociedades, instituciones exclusivamente dedicadas al cultivo de las ciencias. La primera es fundada por Porta en Italia con el nombre de «Academia de los Secretos».  Al poco tiempo se organiza en Florencia la «Academia de Cimento y la de Lienci», en Alemania “la Imperial de los Curiosos de la Naturaleza”, la de Ciencias en París, la de Estocolmo… Aparecen también las primeras revistas científicas.

 

Robert Boyle (1627-1691), físico y químico irlandés, consigue reunir, a mediados de este siglo, a un grupo de sabios para formar en 1645 la Royal Society of London for Improving Natural Know, a partir de algunas reuniones interesadas en los nuevos métodos científicos introducidos por Galileo. Reconocida formalmente en 1660 por Carlos II de Inglaterra, actúa desde entonces bajo protección real. A esta sociedad perteneció Newton, que por inducción enunció, a finales del siglo XVII, las tres leyes simples del movimiento y la ley de la gravitación universal, basadas en las observaciones y conclusiones de Galileo, Tycho Brahe y Kepler.

 

Es precisamente en su seno donde se reconoce la necesidad de establecer una clasificación de los suelos, de alguna forma científica y definir el valor de sus propiedades para el desarrollo de la agricultura; para ello se crea el Georgical Commitee, que envía en 1665 un cuestionario a los agricultores ingleses al objeto de conocer los tipos y condiciones de los suelos de una forma directa. En 1684, Martin Lister cristaliza este esfuerzo con el primer esquema científico para la clasificación de suelos, basado en la productividad agrícola: “An ingenious proposal for a new sort of maps of country”.  Este trabajo fue continuado durante el siguiente siglo por los geógrafos que clasifican y cartografían los suelos de Gran Bretaña e Irlanda.

 

El arranque de la agricultura científica se produce en este siglo, con la aplicación de técnicas propias de otras disciplina. El primer tratado de agronomía en lengua francesa es el titulado “L´Agriculture et Maison Rustique”  traducción realizada por Jean Liebant de la obra “Praedium rusticum” de Charles Estienne. Oliver de Serres (1600) escribe “Théâtre d’agriculture et ménage des champs”  en el que, si bien los suelos son tratados de forma recopilativa, incide preferentemente sobre las propiedades físicas del suelo y considera el estiércol como fuente de calor. Pero la preocupación principal era determinar la naturaleza del principio nutritivo de las plantas, y como indica Russell (1973) es el “período de la búsqueda del principio de la vegetación” que supone el inicio del cambio de la filosofía aristotélica deductiva hacia formas de pensamiento más inductivas basadas en la observación, experimentación y medición. Los científicos se realizan las siguientes preguntas: ¿Cómo crecen y se desarrollan las plantas?, ¿Qué materias intervienen?, ¿Cuál es el motor del crecimiento?, conscientes de que las respuestas aristotélicas a las mismas: el aire, el agua, la tierra y el fuego, podrían ya no ser válidas. Comienza una serie de investigaciones fundamento del desarrollo posterior de todas las ciencias agronómicas, impulsadas por los grandes avances en los campos de la Física y la Química.

 

Si Nicholas Cusa (1450) había sugerido que las plantas crecen asimilando agua, y Sir Francis Bacon (1561-1624) escribe el agua era el principal alimento de las plantas. Jean Baptiste van Helmont (1577-1644) modifica esta opinión tras acuñar la palabra “gas” para describir las propiedades del CO2  entre las que destaca su influencia en el desarrollo vegetal y publicar el primer balance de materia, en su libro Ortus Medicinae. En él describe los resultados del cultivo cuidadoso de un vástago de sauce en un cajón de tierra y sus cálculos matemáticos, tras 5 años de experimentación. Concluye que el suelo en nada contribuía a la nutrición de la planta y sí las substancias presentes en el agua. Sus trabajos perciben la gran revolución que se avecina en los campos de la Química Agrícola, la Biología y la Fisiología Vegetal.

 

van Helmont conoce a Glauber (1604-1668) – descubridor de la acción fertilizante del salitre (nitrato de potasa), introductor de la palabra “nitro”” como un elemento más de la cosmogonia aristotélica (el quinto elemento) – y ambos generan una importante ruptura en el contexto de las explicaciones de los fenómenos vitales (discutidos ardorosamente en las Academias), al incluir los resultados experimentales, propios a cada investigador, en los conceptos de autores antiguos, de los que normalmente se ignoraba la justificación de los mismos.

 

Sir Hugh Plat, inicia el largo camino para descifrar las razones científicas que condicionan las buenas prácticas agrícolas del cultivo:

 

“Es evidente que sólo el abono que se deposita sobre suelos áridos no podría de manera alguna enriquecerlo del mismo modo si no fuera por la sal que deja tras de sí la paja y el heno después de su descomposición. La lluvia que cae sobre estos estercoleros y que se escurre hacia los valles, también acarrea la sal del estiércol. El campo es más verde y espeso en aquellos lugares donde previamente habían estado los montones de estiércol.  De esto se puede deducir que no es sólo el estiércol el que causa la fertilidad, sino la sal que la planta ha extraído del suelo”.

 

Como ven es una época marcada por las inquietudes productivas

Saludos cordiales,

Salvador González Carcedo

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