En un post precedente, ya comentamos los efectos positivos y negativos del formato electrónico e Internet a la hora de narrar la historia de la indagación científica. Hoy repasaremos brevemente otro asunto aun más grave derivado de la consolidación del inglés como lengua franca en la diseminación de los resultados de las investigaciones. En una buena parte de las disciplinas científicas, las revistas que daban cuenta de los nuevos estudios pertenecían a editoriales nacionales hasta mediados de la década de los 80 del siglo XX (ya estuvieran indexadas o no). Buena parte de ellas publicaban los artículos en la lengua materna del país donde se ubicaban, si bien algunas también aceptaban otras diferentes. En el ámbito de la Ciencia del Suelo, por ejemplo, la literatura inglesa no era excesivamente apreciada, al contrario que la francesa y alemana (y en menor medida la belga y holandesa). Empero cuando comenzó la política del “publica o perece” y más aun, conforme las editoriales multinacionales comenzaron a adquirir aquellas revistas, se generó un vuelco sin precedentes. Y de pronto, los ingleses en Europa se convirtieron en los reyes del mambo, cuando su tradición en esta rama de la ciencia nunca había sido rival de las ya mencionadas, como tampoco de la escuela rusa. Y así la historia de esta disciplina, como la de otras,  mutó súbitamente. Como los anglosajones atesoran la mentada lengua franca, y esta les beneficia injustamente, no tienen el menos interés en aprender otras, soslayando numerosos antecedentes históricos, que de no ser así, constarían sus escasas aportaciones en el ámbito de muchas ramas de la ciencia. Nadie discute que un idioma común resulta imprescindible con vistas a una rápida y amplia diseminación y asimilación  de los resultados publicados por la prensa científica. Ahora bien, unos pocos han salido ganando inmerecidamente en detrimento de los expertos de los países que más habían aportado en determinados ámbitos científicos. Sin embargo, el sopesado analfabetismo científico de los ingleses, genera la inexcusable práctica de redescubrir como propio, decadas después, lo que les era ajeno hasta hoy en día. Veamos si me explico con mayor claridad.

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Rendición de Juliers  (1622) Jusepe Leonardo (1635). Museo del Prado Madrid

Hablo de países europeos (es decir el Reino Unido) en este caso, ya que los estadounidenses sí atesoraban una breve aunque notable tradición edafológica, muy respetada en el viejo continente. Ahora bien, el problema no estriba en aceptar una lengua común, sino en escoger una determinada que beneficia a algunos y perjudica a otros. En este caso “el olvido de la ciencia” llevada a cabo en muchos países fue dramático e injustificado. No cabe duda que hubiera sido más justo, abrazar una lengua muerta (el latín, por ejemplo, utilizado durante siglos como lenguaje de la ciencia) o el esperanto. De este modo, todos jugarían con las mismas cartas ¿O no?.

Cuando uno escribe un trabajo experimental, o con fuertes contenidos matemáticos, tal agravio resulta menor, por cuanto, el material escrito no demanda un conocimiento profundo de otro idioma. Ahora bien, para otro tipo de indagaciones, como las teóricas, descriptivas, etc., el resultado ha sido demoledor. Y hoy andan pavoneándose, como adalides de la indagación científica, escuelas antaño consideradas menores  con toda justicia. El tema es un tanto más complejo de lo que cabría esperar en primera instancia, como consecuencia de que tras el idioma se esconden subversivamente ciertas maneras de razonar y expresarse idiosincrásicas de otras culturas y tradiciones científicas.

El razonamiento anglosajón resulta ser tan idiosincrásico como cualquier otro. Así, por ejemplo, en materia de filosofía, existen incluso expertos que segregan a los continentales (léase aquí el resto de europeos) de los anglosajones. No se trata pues exclusivamente de idiomas, sino de razonar, expresarse, redactar, etc. De este modo, cuando se escribe un libro, por ejemplo, los problemas se multiplican para los no anglosajones. Ellos han impuesto tanto un idioma como una manera de redactar que a otros les resulta difícil de asimilar, sino lo han adquirido en su infancia. Tales hechos inflan el rol desempeñado hasta hace 25 años por ingleses y norteamericanos en numerosas ramas de la ciencia.

También cabe señalar que diferentes países atesoraban diferentes tradiciones o formas de enfocar los estudios científicos, siendo las disciplinas de los recursos naturales ejemplos palmarios. En consecuencia, aquella diversidad comenzó ha convertirse en un monólogo, olvidándose enfoques y perspectivas tanto o más válidos que los que finalmente prevalecieron. Como corolario, aunque a los anglosajones no les importe en absoluto, muchas ciencias salieron perdiendo, con independencia de nacionalidades y nacionalismos. Atesorar diferentes perspectivas de analizar un recurso natural será siempre mejor que ceñirse tan solo a una en concreto. Y quien lo niegue es un supino ignorante.

Obviamente a los investigadores menores de unos 40 años, estas líneas les resultarán anacrónicas, espetadas por una mente frustrada y/o trasnochada.  Lo entiendo perfectamente, por cuanto en la mayoría de los casos sus mentes son fruto de la cultura anglosajona, la hablen exquisitamente o no. No obstante, estoy completamente seguro de que si releyeran textos franceses, alemanes o rusos (existen buenas traducciones al español castellano e inglés, especialmente de los primeros) en los ámbitos de le edafología, geomorfología, vegetación, ecología, etc., con un poco de objetividad, cambiarían de opinión “necesariamente”.

Ahora bien, con ciertas dosis de humildad y apertura mental, tales agravios podrían haber podido ir corrigiéndose paulatinamente. No ha sido así. Al fin y al cabo, tras la Segunda Guerra Mundial,  el mundo anglosajón, devino en Imperio. Todos sabemos sobradamente que estos últimos, no regalan nada de nada, sino más bien todo lo contrario: imponen su cultura, su forma de pensar y expresarse, sacando provecho de todo lo que pueden. Bien lo saben en Latinoamérica, ¿verdad? (léase tanto el español como el anglosajón).

Releo en estos momentos ciertos libros clásicos franceses en materia de edafología y geomorfología, rememorando que se escribe hoy en la literatura del imperio. Es como para ponerse a llorar. Se trata de una pérdida cultural y científica irreparable. No olvidéis que en las editoriales científicas dominan, de un modo u otro, los anglosajones o sus vástagos mentalmente coloniales.

Ya veremos que ocurre si el eje del poder económico se desplaza  desde de occidente a los países asiáticos. En tal hipotético caso, finalmente, la edafología china se encumbrará a los altares,  mientras  que se razonará y redactará de “otra forma”.  ¡No lo dudéis!

La historia siempre la escriben los vencedores

Juan José Ibáñez

 

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