Mala reputación, brillante futuro: Jeffrey Engel sobre la historia diplomática

La revista Perspectives on History, boletín de la American Historical Association [AHA], publicó el pasado año su volumen 50. Con este motivo, Lynn Hunt (UCLA) editó en un Special 50th Anniversary Forum dedicado a «The Future of the Discipline«. Merece la pena repasar todo el número, pero nosotros nos vamos a detener en este post en la aportación de Jeffrey E. Engel ( director del Center for Presidential History de la Southern Methodist University), sobre la historia de las relaciones internacionales o, más propiamente, la historia diplomática, titulado «Diplomatic History’s Ill-Deserved Reputation and Bright Future«. Lo que sigue no es más que un extracto (en traducción libre) que permite asomarse a los planteamientos de Engel, aunque naturalmente lo más aconsejable es leer el texto completo en su versión original.

[…] Hemos recorrido un largo trecho desde la crítica de Charles Maier en 1980 de que la historia diplomática estaba simplemente “haciendo tiempo” más que presionando hacia adelante y de que merecía el exilio al desierto académico por su “falta de innovación” y “resistencia a nuevos trabajos”. Al mismo tiempo ha pasado una generación desde la opinión, menos cáustica pero no menos perspicaz de Lynn Hunt en 1989 de que la historia social se había convertido en “el área de investigación más importante en historia”. Estas dos afirmaciones provocaron vigorosas introspecciones en búsqueda de su alma entre los historiadores de la diplomacia. Muchos se alzaron para protestar; otros muchos todavía se erizan ante tales acusaciones.

Si lo vemos en perspectiva amplia, tales críticas y sus refutaciones se entrelazan al trazar la propia historia reciente de la historia diplomática. El estudio de la política exterior, como la profesión histórica en conjunto, creció sustancialmente siguiendo la estela del foco social de los años 1970s y el giro cultural de la década siguiente. Mientras demasiados historiadores que en la década de los setenta estaban en la vanguardia evitaron después, por costumbre, las últimas publicaciones en historia diplomática, tomando la crítica de Maier como una revelación permanente, en su ausencia la disciplina abrazó tenencias más amplias. Solo necesitamos revisar la lista de títulos galardonados con premios durante la última generación para encontrar repetidamente términos como “raza”, “poder”, “cultura”, “retórica” e “imperio”.

Este ya no es el campo en el que trabajó tu director de tesis. Ha evolucionado en línea con cambios más amplios dentro de la academia y en el resto del mundo. Se ha producido una nueva atención a factores sociales y culturales, según avanzaba una era de profunda descolonización y subsiguiente difusión del poder global. La lista de estados miembros de las Naciones Unidas, por tomar una medida instantánea, ha crecido de 51 a 193 desde 1945. Buena parte de los recursos financieros y políticos del mundo se ha transferido simultáneamente, aunque de forma desigual, más allá del elenco inicial de la ONU. Comprender este nuevo sistema internacional, lo que Fareed Zakaria ha denominado “el ascenso del resto”, requiere un nuevo tipo de especialista capaz de mirar más allá de Washington, Moscú, Tokio y las capitales europeas. Requiere historiadores dotados de un instrumental cada vez más sofisticado, capaces de comprender y explicar una creciente variedad de naciones, razas y lenguas, fuentes, y materias. Los historiadores de la diplomacia han respondido con prontitud al llamamiento de la especialista en género e historia del trabajo Jeanne Boydston a estudiar  “las cuestiones muy localmente” como medio para comprender un mundo crecientemente complejo, al menos “hasta que podamos demostrar sus conexiones e interacciones”. En su ensayo finalmente publicado, Boydston argumentaba –y no ciertamente pensando en los diplomatistas- que “la distinción resulta importante” en relación directa con la complejidad de cada encuentro. Yo apuntaría a que este estudio de interacciones entre lugares es precisamente de lo que ha tratado siempre la historia diplomática.

[…]

El mensaje fue crudamente transmitido y se recibió ampliamente. Para tener éxito en el ámbito más amplio de la profesión, un joven investigador necesitaba dirigirse simultáneamente a los especialistas y a la profesión en su conjunto; navegar las olas de la especialidad a la vez que trazaba su rumbo a través de las corrientes más amplias de la disciplina. Los aspirantes a historiadores –o al menos, y esto es fundamental, quienes aspiraban a conseguir un empleo como tales- simplemente ya no escribirían tesis sobre historia diplomática sin tratar, en algún nivel, cuestiones de raza, género, cultura y similares. Como han notado Eric Foner y Lisa McGirr recientemente, “categorías como raza y género, piedras de toque de la nueva historia social, se consideran ahora esenciales para comprender grandes temas de la historia de América, incluyendo la ley, la diplomacia y la política pública, en lugar de limitarse a las relaciones entre negros y blancos o entre hombres y mujeres”. Además, Erez Manela ha descrito la pasada generación de historia diplomática como un “frenesí creativo” que ha ofrecido una “implacable ampliación de sus fronteras espaciales, temáticas y metodológicas”. Por supuesto, hay constantes. El estudio de la diplomacia y de los asuntos exteriores sigue ocupándose intrínsecamente del poder transnacional (como veremos a continuación) pero en su tono y en sus categorías explicativas, la disciplina ha madurado siguiendo la misma trayectoria que el conjunto de la profesión histórica.

[…]

La historia diplomática siempre ha privilegiado el estudio del poder, pero ahora no solo estudia a los privilegiados que ejercieron ese poder de forma más directa. Como evidencia no tenemos más que atender a los más recientes debates internos sobre el nombre de la especialidad. Pensando que la denominación de “historia diplomática” ya no representa su estado actual, algunos de sus profesionales, en revistas, blogs y una serie de paneles y sesiones plenarias en el encuentro actual de la disciplina [el congreso de la AHA] han expresado su preferencia por  “historia internacional” como una descripción más útil de las interacciones entre pueblos. Otros prefieren “historia transnacional” para enfatizar la conectividad global más que las divisiones; para algunos, “asuntos exteriores” [“foreign affairs”] describe mejor la amplia gama de interacciones internacionales que permite la modernidad. Al final, el propósito de estos debates, al menos tal como yo los veo, ha sido menos el de dictar nuevas direcciones a la disciplina que subrayar los caminos que ya se han transitado. En cada caso, el estudio de la creación, despliegue y consecuencias del poder es lo que unifica la especialidad, independientemente de la nomenclatura.

El enfoque en el poder formal hizo que los diplomatistas parecieran arcaicos en una época anterior, cuando las investigaciones de vanguardia trataban de identificar el poder en nuevos lugares, pero esta arraigada fascinación con el poder les garantiza ahora un brillante futuro, especialmente a la medida que vamos progresando desde estudiar simplemente los orígenes del poder a examinar más ampliamente sus efectos. El poder subyace a cualquier interacción global: comercial, social, religiosa, de élites, subalterna, o las enmarañadas combinaciones que caracterizan la historia humana. Este poder está asociado muy frecuentemente al Estado, una fuerza y estructura con la que tienen que vérselas incluso los más vanguardistas historiadores diplomáticos, ya estudien entidades no gubernamentales, procesos de inculturación, modernización, migración, descolonización o cualquier tipo de las innumerables formas en que los humanos interactúan a través y alrededor de las fronteras. Los actores no gubernamentales buscan constantemente el respaldo y la protección estatal. Las redes de comunicaciones se rigen por leyes y regulaciones impuestas por los Estados. Es imposible comprender la descolonización sin contemplar el rechazo de una autoridad gubernamental a favor de otra.

Al expandir la definición de poder en busca de sus múltiples localizaciones y fuentes en el siglo XXI, los historiadores corren de cabeza hacia la fuerza centralizada de autoridad gubernamental – en otras palabras, hacia el mismísimo lugar donde comenzó la historia diplomática-. El especialista en la edad contemporánea tiene que estar voluntariamente ciego para sugerir que el poder estatal no es importante. Las nociones de cultura y raza nos ayudan a comprender el antisemitismo europeo y el odio hacia los gitanos, homosexuales y discapacitados, pero fue necesario el poder del Estado alemán –unido a la industrialización- para transformar antiguos odios en matanzas sistemáticas. La disolución del poder estatal al final de la Guerra Fría permitió que Yugoslavia cayera en el caos étnico; incubó la hambruna en Somalia; facilitó la matanza en Ruanda; y más recientemente, ayudó a la primavera árabe. Dada la centralidad del Estado en la China comunista y en el imperio soviético, sacar al estado de estas historias equivale a extirpar una buena parte del siglo XX.

Claramente, estudiar solo el estado y las interacciones entre estados en el sistema global resulta insuficiente para proporcionar una imagen holística del pasado. Un historiador contemporaneísta estaría ignorando intencionalmente la literatura reciente sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, por ejemplo, si no hiciera referencia a perdurables nociones de superioridad racial por parte de los políticos en el poder, tanto japoneses como europeos y americanos. El mismo especialista, de todos modos, estaría en falta si terminara la historia aquí, si no tuviera en cuenta los anticuados parámetros del poder estatal, como el acceso a los recursos naturales. De forma más espectacular, fue necesario el poder del Estado para construir la bomba atómica que ayudó a terminar la guerra. Solo desde 1945 los humanos se han visto obligados a tomar en consideración su propio poder para eliminar la vida sobre el planeta: y este es un poder que merece ser estudiado, de hecho. Totalmente reintegrada ahora en la corriente principal de la disciplina, la historia diplomática goza ahora de un futuro brillante porque, para bien o para mal, es improbable que el poder se disipe como principio organizador del siglo XXI y más allá. Lamentable, como alguien que estudia los conflictos internacionales y la manera de evitarlos, a menudo digo bromeando que  la mía es una industria en crecimiento. El conflicto internacional aparece en todas partes, creciendo en variedad y complejidad tras la Guerra Fría y particularmente después del 11-S. Por eso confío en la durabilidad de la historia diplomática como campo de investigación. Ha aceptado las exigencias de la historia cultural y social sin perder su enfoque en el poder transnacional y estatal. Ha ampliado constantemente la gama y variedad de sus temas y actores más allá del estado sin perder de vista el impresionante poder estatal. Ha crecido sin olvidar sus orígenes, a la vez que resultaba relevante para el mundo contemporáneo y futuro. Todos deberíamos ser igualmente afortunados.

Copyright © American Historical Association

 

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