Un proceso que se repite cíclicamente no puede considerarse como desastre ecológico, a no ser que sean afectados ciertos enclaves de valor muy singular

En climas mediterráneos o seco subhúmedos, cuando tras varios años con abundantes lluvias, así como bajo temperaturas relativamente suaves y vientos no muy violentos, les suceden otros de sequía y elevados calores estivales, comienza el show mediático. En realidad, lo que ha ocurrido en España durante el verano de 2012 era la crónica de un desastre anunciado. ¿Desastre? ¡No tanto! Desde un punto de vista ecológico importa más la calidad que la cantidad del recurso arrasado. Y resulta que los incendios suelen afectar mayoritariamente a las masas forestales de repoblación (monocultivos de coníferas y eucaliptos adaptados y proclives a ser pasto de las llamas), matorrales adaptados a los incendios reiterados, eriales, etc. Con mucha menor frecuencia son afectados los bosques autóctonos. Este verano ha sido así, con algunas salvedades. Hoy os mostraremos una buena noticia (algo excepcional en la prensa medioambiental española) que desmitifica el tema, sin restarle importancia, y en la que diversos expertos ofrecen dispares puntos de vista.  Eso si, lleva el nefasto título de un siglo para recuperar el bosque, generalización que, por lo general,  podemos calificar como rotundamente falsa. Empero estamos en periodo de crisis, por lo cual las cuadrillas antincendios han menguado tanto como los recursos disponibles contra el fuego, en muchas comunidades autónomas (se ha perdido más dinero que el ahorrado). Nefasta política de reducción del gasto, cuanto reiteramos que si no este año, al siguiente con las mismas características hubiera ocurrido algo parecido (incluso con menos calor, pero si viento). Me atrevería a aseverar que, hoy por hoy, cuando el tramo del ciclo húmedo se prolonga más de lo normal, el siguiente de sequía causará más estragos. Empero las noticias sobre el incendio del Parque Nacional de Garajonay son diferentes (si bien la gran tragedia no ha a llegado a producirse debido a que su reliquia, el bosque de niebla o laurisilva, a penas se ha visto afectado y tan solo en aquellas partes que estaban siendo regeneradas, no la masa forestal madura). Sin embargo, como las llamas, se ha extendido la noticia que el principal problema para controlar el fuego estribaba en la quema del subsuelo. ¡Cierto o falso! ¡Rotundamente falso!. Adelantemos que el principal problema para la regeneración de una masa forestal estriba en evitar, en la medida de lo posible, la erosión del suelo, con vitas a que la regeneración de la vegetación sea más fácil y rápida. Digamos también que resulta harto difícil que se queme el subsuelo y no el suelo, a no ser que hablemos de turberas o vertederos ricos en materia orgánica, y siempre bajo condiciones anaeróbicas (falta de oxígeno). Pero a lo que vamos (…). Incendios forestales no es sinónimo de suelos quemados, afortunadamente. De hecho este último proceso raramente ocurre. Si vosotros vais a un área previamente incendiada y paseáis detenidamente analizando sus suelos, os encontraréis, generalmente, una variabilidad espacial tremenda. Detectaréis zonas ricas en cenizas blancas (materia organiza desaparecida por su  completa calcinación), mientras que otras son negras (restos de tejidos vegetales y humus del suelo más o menos carbonizados) y finalmente algunas prácticamente intactas. Por lo tanto, generalizar incluso dentro del mismo área afectada, sin este tipo de cartografía post incendio, se me antoja más que aventurado. Antes de que se queme un suelo debe hacerlo su hojarasca, y posteriormente evaporarse todo el agua que retiene la matriz del suelo, lo cual resulta ser harto difícil. He preguntado a mi amigo Juan Sánchez (Catedrático de Edafología de la Universidad de Valencia), experto en suelos, erosión e incendios forestales y, además canario que conoce muy bien Garajonay, como también el entrañable Antonio Rodríguez Rodríguez (Catedrático de la Universidad de la Laguna, Tenerife, Canarias). Con este último no he podido contactar aunque Juan ya lo había hecho con antelación. Como era de esperar, mis sospechas resultaron ser ciertas si bien Juan ha enriquecido mi desiderata en muchos y sustanciosos detalles. Veamos someramente lo que ocurrió en los suelos de la Garajonay (…).

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Bosque de Laurislva Macarronesica del Parque Nacional de Garajonay, La Gomera Islas Canarias: fuente Un Cantar de Ayalga.com

En España existe de todos los recursos naturales, excepto los suelos. Esa es la deplorable percepción de la prensa y nuestros gestores políticos.   Algunos de ellos al ser interpelados sobre este incendio comentaron que para ellos el suelo es la hojarasca, mientras que lo que subyace bajo esta el subsuelo. ¡Toreros!. Sospecho que comienza a gustar hacer el ridículo públicamente porque si no (…) ¿?.

Cavilando estos días sobre la supuesta quema del subsuelo pensé si había “folist”, un tipo de turbera muy especial, no encharcada creada en “ciertas condiciones muy concretas” bajo bosques. Juan me ha informado que no era así, aunque efectivamente el horizonte superficial (A) era muy rico en materia orgánica sobrepasando el 15% de materia orgánica. Al parecer el calor, la gruesa hojarasca y tal cantidad de carbono orgánico sí generó que se quemaran algunas extensiones de suelo, siempre superficial, pero jamás el subsuelo. Ya de por si se trataría de un proceso lamentablemente raro. Aquí si puede hablarse de suelos quemados, mientras que tras la mayoría de los incendios forestales no.

Sin embargo si existe un proceso digno de mención tras los incendios y estriba en la génesis de horizontes hidrogógicos en los suelos (repelen el agua). Hablo a partir de aquí de mi experiencia personal, por cuanto “dicen” que junto a G. Almendros, M.C. Lobo y A. Polo, de mi antiguo Centro de Ciencias Medioambientales del CSIC, fuimos pioneros en España en el estudio del impacto del fuego sobre el suelo. Pero de eso hace ya varios decenios (…) y mi mente es muy traviesa. Aquí si que podemos apuntar que no es infrecuente que tras ciertas transformaciones de la materia orgánica, ya sea de la hojarasca, ya del horizonte A o incluso de alguna que cae parcialmente quemada de la vegetación  se generen compuestos repelentes al agua que se acumulan cerca de la superficie, aunque pueden migrar en profundidad. Cuando vuelven a caer lluvias, estas capas dificultan la infiltración del agua,  que de esta forma, es acarreada por la escorrentía superficial, aumentando el riesgo de erosión. ¿Se puede hablar de suelos quemados?. Yo diría que no, por cuanto no resulta necesario, y no suele serlo, que la materia orgánica del suelo entre en ignición, dando lugar a la postre a un tipo de material carbonoso.

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Bosque Quemado del Parque Nacional de Garajonay, La Gomera Islas Canarias: Fuente:  20 minutos.com

Test básico para testar la hidrofobicidad en los colegios

Lo que voy a narrar lo descubrimos por mera casualidad Gonzalo, Mari Carmen, Alfredo y yo. Los agregados del suelo, son las estructuras las básicas de los sistemas edáficos. Si disponéis en el laboratorio un horno para calcinar (…..). Se va al campo y se recolecta, más o menos, un kilo de suelo (menores cantidades son suficientes). Se seca al aire en el laboratorio u otra sala durante varios días, para introducirse después  en pequeñas cantidades independientes en el susodicho horno, para extraerlas después tras alcanzar ciertas temperaturas concretas. Vuelve a repetirse la misma operación varias veces con cada submuestra de suelo a temperaturas crecentes. Finalmente obtenéis varias muestras de suelo quemado”. Se recogen de cada una de ellas los terrones o agregados, para verterlas en otros tantos pequeños matraces (u otros recipientes transparentes)  parcialmente rellenados con agua.  Observareis como en las muestras sometidas en la estufa a temperaturas no muy altas esos terrones se deshacen con facilidad. En otras palabras son miscibles al agua. Sin embargo, conforme aumenta la temperatura, resulta tanto más difícil la  desagregación, formándose burbujas sobre los agregados, por cuanto expulsan aire pero no en cantidad suficiente como para ser rellenado por el agua que les rodea.  Estamos ante agregados hidrofóbicos, que en condiciones de campo ya hemos visto que pueden impedir/frenar la infiltración (conforme a su grado de hidrofobilcidad) dando lugar al proceso  ya descrito que favorece la erosión. Cuando las temperaturas de la estufa son muy altas, observareis finalmente como el humus se convierte en carbón.

Pues bien en Garajonay, estos horizontes hidrofóbicos con toda seguridad habrán sido formados por los últimos fuegos. También es cierto que parte del área afectada padecerá de suelos quemados, aunque seguramente en otras no. Ahora bien el subsuelo ¡no se quema! De haberse quemado la parte mineral de los horizontes profundos los estudiosos que lo detecten podrán publicar sus resultados inluso en Nature o Science.

De aquí se desprende que no todo al área afectada responderá de la misma manera a las medidas de restauración, por lo que hay que tener mucho cuidado. Cuando el fuego haga presa de un paisaje de alto  valor ecológico, sería conveniente una cartografía cualitativa (según grados de afectación de la superficie) somera y del susodicho test (aunque obviamente existen formas más precisas, cuantitativas y rigurosas de estimar la hidrofobicidad).

Pero como se describe Ángel Fernández, director del Parque Nacional de Garajonay en Vaya Noticias: De todo un poco:

La profundidad de las cenizas encontradas nos hizo creer que el fuego era subterráneo, pero finalmente no ha sido así, lo cual es una buena noticia, ya que podrán emplearse medios de extinción más convencionales”, señala. 

Comentarios sobre la Explotación Mediática de los Incendios Forestales y las Prácticas de Restauración.

Finalizamos pues haciendo algún comentario sobre la nota de prensa que reproducimos hoy, por cuanto ofrece comentarios dispares y jugosos, aunque vuelven a reincidir que, por término general, en que el mayor problema de los incendios deviene en que incrementan los riesgos de erosión del suelo.

Si los ciudadanos perciben como un desastre un incendio forestal en un pinar o matorral pirofítico, tan solo lo es porque los medios de comunicación y los gestores políticos no saben transmitir adecuadamente la dimensión ecológica del fuego. Del mismo modo, como podréis comprobar, las reforestaciones inmediatas pueden ser contraproducentes (peor el remedio que la enfermedad) y más aun si se realizan con maquinaria pesada etc.  Los incendios forestales son un proceso inherente a la dinámica de los ecosistemas mediterráneos a lo que hay que añadir que los monocultivos de repoblación suelen hacerse con especies que propician la propagación de los incendios.

Eso  sí, siempre existen dolosas excepciones como el de la Tejeda mencionada más abajo. Suele tratarse de comunidades vegetales relictas que se establecieron frecuentemente bajo climas diferentes a los actuales, por lo que su restauración debe ser asistida por medios “artificiales, y no siempre con éxito.

Sorprende que hasta hace muy pocos años, fuera difícil saber (con salvedades) si un incendio forestal era causado por el hombre (intencionado) y este año parece que casi todos lo son. Tal hecho no debe inducir a error a los ciudadanos. Por un lado, se dispone paulatinamente de nuevas tecnologías de detección, mientras que por otro los políticos pueden instrumentalizar el suceso, esgrimiendo razones que les eximan de culpas en su mala gestión.

Luchas contra los incendios requiere de diseños paisajísticos adecuados, al margen de no repoblar con especies vegetales amantes del fuego (pero que producen madera y material para pasta de papel imprescindibles en la industria). Sin embargo, estos brillan por su ausencia. Construir urbanizaciones y casas en zonas de riesgo (rodeadas de pinares,p or ejemplo) da muestra de una permisibilidad alarmante que, además, da lugar a una percepción de los incendios más catastrófica de lo razonable.

Juan José Ibáñez

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Bosque de Laurislva Macarronesica del Parque Nacional de Garajonay, La Gomera Islas Canarias: fuente Por Libre.com

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El fuego es parte de la naturaleza. Uno de los elementos modeladores del paisaje. Sin embargo, el incremento y la sucesión de incendios considerados no naturales -aquellos provocados por la mano del hombre o ayudados por la mala gestión del territorio- está teniendo un efecto violento en los ecosistemas.

FUENTE | El País Digital 29/08/2012

Arden los bosques y las llamas se llevan por delante no solo la flora y la fauna. También

pueden causar daños irreparables en el suelo donde después tendría que crecer de nuevo el verde. Lo que el fuego devora en dos días puede tardar más de 100 años en recuperarse. Es el tiempo para volver a tener un bosque frondoso y adulto.

Los incendios forestales han quemado en lo que va de año más de 150.000 hectáreas, según los últimos datos del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente. Es casi el doble que la media de superficie afectada en el mismo periodo en los últimos 10 años. La de 2012 está siendo una campaña especialmente ‘virulenta’, según el subsecretario del Ministerio del Interior, Luis Aguilera Ruiz.

A las altas temperaturas y las escasas lluvias en muchas de las zonas afectadas, se une el tijeretazo que las autoridades han aplicado a los programas de prevención y equipos de extinción -Parques Nacionales, por ejemplo, redujo en junio un 20% la partida de presupuesto destinada a ello-.Factores que no han hecho sino contribuir a avivar las llamas de estos incendios, muchos de ellos, además, provocados.

Valencia, Tenerife, Alt Empordá, La Gomera, León… miles de hectáreas afectadas, una importante cantidad de ellas de alto valor ecológico que arrojan un triste paisaje. Y ante la impotencia de no haber podido sofocar a tiempo el incendio surgen las dudas sobre cómo ayudar al terreno a recuperarse. Y si la naturaleza necesita, verdaderamente, de la mano del hombre para ello.

Pero el fuego, con todo su dramatismo, no es un punto final. Después de las llamas, los expertos hablan de silencio, de desolación. Pero, si se mira con cuidado, desde ese momento el ecosistema ya está reaccionando. «Visité la zona de Cortes de Pallás y Dos Aguas [Valencia] de finales de junio a los 15 días, y ya había insectos, aves, zorros y brotes», dice Juli Pausas, del Centro de Investigación sobre Desertificación (CIDE) del CSIC en Valencia.

Pero que la vida regrese -o se manifieste, si se asume que gran parte no se había ido- no es un fenómeno garantizado. Después del fuego, los seres humanos se enfrentan a la idea de pérdida, de catástrofe. Surgen las ganas de hacer algo enseguida. De recuperar el verde que ahora es negro. De sustituir lo quemado por nuevos árboles. Pero eso, la reforestación artificial en grandes cantidades, no es, según los expertos, una receta mágica y generalizada para todas las zonas. «Cada caso es un mundo. Hay que esperar, estudiar los daños en la zona y analizar cómo se va a comportar la naturaleza por sí sola. Y después de eso determinar si necesita ayuda», expone Inés González Doncel, ingeniera de montes y profesora de la Politécnica de Madrid.

Después de miles de años quemando bosques, los seres humanos empiezan a saber qué hay que hacer -o qué no- para recuperarlos. Aunque no sea una ciencia exacta. Y lo primero, antes que preocuparse por el verde, es velar por el suelo donde luego debería volver a crecer. «La desaparición de la vegetación que hace de cubierta protectora puede fomentar la erosión del suelo. Y ese es el principal problema para la recuperación del terreno tras el incendio, lo que hay que evitar por todos los medios», apunta Carlos del Álamo, decano del Colegio de Ingenieros de Montes.

Para ello hay que prevenir que las lluvias o la propia vegetación arrastren y erosionen ese suelo, que está mucho más sensible por el incendio. «Con el arrastre pierde la capa fértil y se corre el riesgo de que los sedimentos se acumulen en los embalses, y que el barro y el fango invadan cultivos y pueblos. Y eso no solo es suelo fértil que se pierde, también supone un riesgo para las infraestructuras», explica Del Álamo. Antonio Jordán, profesor de Ciencias del Suelo de la Universidad de Sevilla, añade otro efecto de las llamas: que se genere una capa superficial hidrofóbica en el suelo donde el agua no se infiltra, lo que fomenta el riesgo de erosión.

Por eso, la primera maniobra tras el incendio es impedir ese arrastre en las zonas de riesgo. Sobre todo en las pendientes. Y hacerlo, como explica Pausas, antes de que lleguen las lluvias. Eso se puede lograr construyendo barreras transversales, utilizando madera de la propia vegetación quemada o clavando troncos en el terreno. «El suelo que se pierde es dificilísimo de recuperar. Tarda cientos de años en formarse«, informa Jordán.

Diana Colomina, coordinadora de Restauraciones Forestales de WWF, urge a tomar este tipo de iniciativas de manera casi inmediata. «Hay que actuar», opina. Proteger la tierra, construir fajinas (paredes de contención), controlar las plagas, que suelen cebarse en los árboles medio quemados, vivos aún pero debilitados, expone la ecologista. Todo, eso sí, con mucho cuidado. «No se puede meter maquinaria pesada; si se cortan árboles o se saca madera quemada, hay que vigilar su arrastre, para que no se lleve por delante el suelo con su banco de semillas o las raíces que han quedado y que pueden servir para regenerar la flora», explica. «A veces basta con aprovechar las ramas quemadas y ponerlas sobre el suelo para que amortigüen el impacto de las gotas de la lluvia», añade Pausas.

Pero volviendo a lo práctico y solucionado lo más urgente -el suelo-, los expertos apuntan que lo necesario es tiempo. El bosque ya no es el mismo, pero no hay que forzar su repoblación. «No se aconseja la restauración inmediata, es mejor ver cómo va poco a poco, observar cómo reacciona el suelo y si surge vegetación de manera espontánea en el terreno. Y no siempre es necesario intervenir porque hay especies que, como los pinos, que usan el fuego para rebrotar», dice Del Álamo. Además, hay que tener en cuenta que entrar en la zona, que está mucho más débil, con máquinas para el plantado puede agravar el estado del suelo.

A pesar de estas conclusiones, no siempre se sigue la receta correcta. «Cuando se quema una zona desaparece la vegetación y se crean cambios en el suelo. Vemos paisaje destruido, que en principio parece que va a ser irrecuperable, por lo que muchas veces y de manera incorrecta se repuebla inmediatamente», dice el profesor Jordán, miembro del grupo de investigación FuegoRed. Como ocurrió en los años setenta y ochenta en el Parque Natural de los Alcornocales (Cádiz), repoblado con pinos en varias ocasiones, después de incendios. «Es el parque de alcornoques más grande del mundo y se ven rodales de pinos, una especie que no crecía allí. Llama mucho la atención«, dice el investigador.

Porque, según los expertos, si finalmente se decide reforestar -porque no ha cuajado el crecimiento de manera natural, porque se han producido incendios sucesivos en una misma zona o porque la regeneración sea tan lenta que pueda perjudicar al ecosistema- hay que hacerlo con especies autóctonas. De hecho, muchas de ellas, como los alcornoques, están muy adaptadas al fuego. Este fenómeno, que se conoce como pirofitismo es diverso. En unos casos, es pasivo: cortezas como la de los alcornoques, que protegen el interior del árbol, donde están los vasos que llevan la savia. En otras, hay una respuesta activa. Como en las piñas, que se abren con el calor, y dispersan las semillas. Otros árboles -encinas, robles- vuelven a brotar desde los tocones que quedan tras cortar la parte quemada. «También las plantas arbustivas, que son clave para sujetar el suelo, tienen estos procesos. Y están las semillas que han quedado», dice la ecologista Colominas.

El proceso de análisis es largo, pero se trata de ver si el bosque es capaz de regenerarse solo. Una realidad que a veces es imposible. «En el incendio del Barranco del Hocino de Guadalajara, en 2005, se quemó una tejeda. Estos árboles, además centenarios, estaban en la peor parte del fuego, y no tienen esa capacidad para rebrotar. Si queremos que vuelvan, hay que plantarlos», admite Colomina. «A veces conviene echar alguna semilla de herbácea para que ayude a fijar el suelo«, apunta el investigador del CSIC Pausas.

Para actuar como se hizo en Guadalajara, los expertos recomiendan esperar un año y medio, o dos, para ver si la biodiversidad se mantiene. En esa zona se empezaron a plantar los nuevos árboles en 2008. Tres años después del desolador incendio. Un tiempo que permitió identificar las necesidades y establecer un plan. «No hay casos en que una especie vegetal haya desaparecido por un fuego. Otra cosa es que queramos tener un bosque como el anterior en su estructura, y eso es imposible. Si el que se quemó tenía árboles de 100 años, habrá que esperar 100 años para que sea igual», afirma Pausas.

Tras el suelo y la vegetación, queda la fauna. En los últimos incendios de Tenerife, se han quemado más de 2.000 hectáreas forestales. El fuego no llegó por completo al Parque Nacional del Teide, lo que podría haber sido una catástrofe -ahora se analiza el alcance del incendio del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera-, pero afectó a 1.000 de sus hectáreas. Algunas de ellas, de enorme valor ecológico. Cristina González, delegada de Seo Birdlife en Canarias, explica además que dos de los tres pinares más importantes de la isla, el de Vilaflor y el de Guía de Isora -ambos calificados de Espacio Natural Protegido y Zonas de Especial Protección para las Aves- se vieron afectados por las llamas. Pinares antiguos, maduros y bien conservados que son prioritarios para la fauna y en los que se localizan más de una treintena de especies nidificantes, como el pinzón azul de Tenerife, el pico picapinos, el herrerillo canario o el halcón tagarote.

La mayoría de los animales que viven en zonas quemadas escapan de las llamas, pero su hábitat queda destruido o modificado. Algo que afecta particularmente a las aves. González explica que este año, debido a que el invierno y la primavera han sido muy secos, el éxito reproductor de estas está siendo muy bajo en Canarias. «El incendio se ha producido en época de cría cuando había muchos pollos volanderos, con lo que la mayoría no habrá podido salir», dice. Pausas es moderadamente optimista. «En un porcentaje muy alto, los animales se esconden», afirma. Y vuelven. Por ejemplo, si se dejan árboles quemados pero en pie para que nidifiquen. Claro que no se trata solo de dejar que se recupere solo. «Hay que tomar medidas, acotar las zonas, limitar el pastoreo», afirma Colomina. «Hay que vigilar que el nuevo bosque tiene buena calidad ecológica, que no tiene una densidad excesiva o que no necesita una poda», añade.

Los ritmos del hombre y los de la naturaleza no coinciden. Y sus necesidades, tampoco. «La vida sigue», zanja Pausas. Pero con el cuidado del hombre -o por lo menos con una interferencia limitada- le irá mejor.

UNA EXCEPCIÓN PERMANENTE

Si la excepción confirma una regla, en el caso de los incendios cada uno es una anomalía. Ante la idea de dejar que la naturaleza recupere el territorio, ha habido que intervenir en muchas ocasiones. Por prisa, mala conciencia, interés o porque el daño causado por el ser humano es tan grave que solo él puede remediarlo. Estos son algunos ejemplos.

En 2001, un incendio arrasó casi mil hectáreas del Parque Natural de Cazorla (Jaén). La Junta de Andalucía invirtió tres millones de euros en trabajos de retirada de los árboles quemados y en labores de contención para evitar la erosión del suelo. Sin embargo, los esfuerzos fueron infructuosos. Los técnicos de la Consejería de Medio Ambiente determinaron que el proceso no estaba siguiendo su curso y, cuatro años después, decidieron actuar. En 2005, iniciaron los trabajos de reforestación, una labor complicada por la orografía del terreno.

En 2004, un incendio arrasó 35.000 hectáreas de masa forestal y acabó con la vida de dos personas cerca de Río Tinto (Huelva). La presión social y el paisaje desolado agilizaron los trabajos de reforestación. No se esperó a ver cómo reaccionaba el suelo. Comenzó la repoblación. La maquinaria acabó con los nuevos brotes de alcornoques o encinas. Se plantaron pinos y frondosas (árboles caducos de hoja ancha).

Guadalajara (2005). Se quemaron 13.000 hectáreas. La Junta inició la reforestación de una de sus fincas, El Solanillo, como parte de un proyecto de investigación y didáctico. Otras zonas, como las tejedas, también fueron replantadas en 2008 por su mal estado.

Autor: María R. Sahuquillo / Emilio de Benito

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