Seguimos abundando en esta nota sobre el espinoso tema del fraude científico.  No es que me resulte grato que el personal piense que le estoy provocando (no es mi intención), empero es un tema que por su gravedad, debe abordarse imperiosamente, con vistas a encontrar soluciones que frenen la progresión de esta epidemia. Si las notas anteriores ya han provocado cierta animosidad y comentarios más que tendenciosos, me temo que la presente puede dar lugar a reacciones más airadas aún. No se porque algunos se dan por aludidos. Nada más lejos de nuestra intención atacar a los jóvenes investigadores, sino de describir un patrón que se ha detectado en numerosas ocasiones y que ha sido denominado así por Freeland: “Los jóvenes prodigiosos y el fraude”. Es ¿posible que un joven, por muy prodigioso que sea, pueda mantener durante años un ritmo frenético de publicaciones en revistas ISI, digamos que una por semana? ¿Difícil no? Lamentablemente, en muchos de estos casos, lo que se ha encontrado es fraude puro y duro, y del más reprochable.

 

Como en anteriores notas, seguiremos de nuevo la detallada monografía de “Horace Freeland Judson”, que lleva por título “Anatomía del Fraude Científico”. Ruego a los jóvenes investigadores que no se den por aludidos, ya que no tenga la menor inquina contra ellos, y no es nuestro propósito. Como veremos enseguida, la culpa no corresponde solamante a estos prodigiosos jóvenes, de la pluma más que veloz e imaginación más que calenturienta. Tal responsabilidad debe recaer también, imperiosamente, sobre sus “Jefes de laboratorio” y la cultura científica en que han crecido. Se trata de una regularidad más de fraude, entre otras muchas.

 

El problema de este tipo de fraudes consiste en que como eran tremendamente productivos, los “papers fraudulentos” son numerosísimos. He tenido que sacar a los “prodigiosos a colación”, con vistas a que en las siguientes notas pueda mostrar palmariamente el más que indecoroso papel de la mayor parte de lar revistas internacionales de prestigio, demostrando así una de las razones por las que se quiere promocionar el “open access”, los depositarios institucionales, así como los arbitrajes abiertos y/o públicos.

 

Freeland, narra estos casos con profusión de datos. Veamos si puedo ser conciso y genérico, con vistas a no extenderme en demasía. Como todos sabemos, los grandes equipos, dirigidos por algunas de las mayores eminencias de la ciencia, desean reclutar a los jóvenes de mayor talento. Lo que ocurre es que a menudo talento y productividad científica no van de la mano, o cuando se da el caso, pueden ser acompañadas de fraude. Horacio narra que, en general, eran los “niños predilectos de sus jefes”, que durante años jamás repararon en alabarles frente al resto del equipo. Nos comenta también que los consideraban casi como hijos, siendo a menudo las personas de su máxima confianza en el laboratorio. Sus resultados solían corroborar las conjeturas del «pope», por lo que su pasión desmedida hacia ellos parecía estar plenamente justificada. Obviamente, los jefes también firmaban sus papers ya que las hipótesis eran suyas. Por tanto la fe ciega en su trabajo era otra pauta acompañante, salvo alguna honrosa (pero destacable) excepción, que también nos narra Horacio. Y ese fue el problema: la fe ciega y el exceso de confianza, en lugar de dudar de la gesta de llegar a producir un artículo casi cada semana, en muchos casos, terminó por ser la guillotina para ambos.

 

Para ser claros, talento debían tener y/o mucha imaginación para “inventarse” llanamente los datos, de tal modo que su jefe quedara iluminado, tanto por la inteligencia de sus vástagos profesionales, como por la suya propia. El problema estriba en que estos «popes» que, además de dirigir los laboratorios con numerosos investigadores, pedir las subvenciones oportunas, dirigir centros (a veces en varios sitios simultáneamente), y toda la parafernalia que conlleva ser una verdadera autoridad científica (conferencias, evolución de proyectos, asesoramiento en materia de política científica, etc., etc.,), no tenían tiempo de revisar los datos de estos pequeños monstruitos. La fe ciega de sus superiores, como hemos dicho, les confería la libertad de inventar sin trabas. Y cuando digo “inventar” es “inventar”. Adicionalmente, en otros trabajos, soslayaban los ensayos que no se atenían a la hipótesis prevista, etc. Más aun, algunos apañaban el instrumental para que otros colegas y rivales no advirtieran sus manipulaciones sistemáticas, etc. Horacio narra hechos esperpénticos. El modo en que fueron descubiertos sus fraudes a lo grande es más variado. Sorprende tanto a Horacio, como a mí, que cuando sus casos pasaron a ser juzgados por tribunales académicos, se comprobara que: una seria revisión por los referees, de datos y tablas, hubiera bastado para detectar en muchos casos sus fraudes en un estadio prematuro. Si bien parece ser también, que el exceso de confianza les hacía ser, con el transcurso del tiempo, más imprudentes, descuidados y atrevidos. Es obvio que la evaluación por “sus iguales” no era tal. En muchos casos, por firmarlos jefes de gran prestigio, los editores los publicaron bajo su propia responsabilidad, sin evaluación previa: la competencia es dura y el criterio de autoridad  pesa mucho, así que ¡una llamadita al editor! (…), y evitamos que alguien se nos adelante. Pero lo mismo ocurre cuando presentan trabajos de calidad equivalente un mozo de Mozambique y uno de USA pertenecientes al MIT (y no me invento lo del MIT, ya que también fue tocado por este tipo de fraudes), o instituciones de tal calado. ¡No nos engañemos!: lo de los iguales es puro eufemismo, que lo sufrimos muchos no angloparlantes. Como comentaba Patarroyo, cuando estaba en USA no me rechazaban ningún trabajo, mientras que cuando retorné a mi tierra no me aceptaban ninguno. He hablado con expertos el caso de este último investigador y me encuentro en disposición de defenderlo (con ayuda de los colegas con los que he hablado, por supuesto). 

 

El drama fue aun mayor por cuanto sus jefes, una vez informados, se negaron a creer que sus protegidos realizaran tales prácticas, por lo que les defendieron vehementemente, sin analizar ni los datos, ni los papers. Como comentaba Horacio, fe ciega y tratarles como a hijos les obnubiló. De haber sido estos últimos más diligentes, verificando rigurosamente los resultados con sus “cuadernos de laboratorio” en la mano, no habrían evitado un cierto bochorno, pero sí, mostrada su dignidad y diligencia, no habrían cavado su ruina, ya que tales casos no hubieran obtenido el gran despliege mediático que los rodeó. Pero en la mayoría de los casos, no fue así, y mientras que los “prodigiosos” (“los detectados por supuesto, ya que seguro que hay más) fueron expulsados, ellos perdieron toda credibilidad ante la comunidad científica.

 

Horacio se pregunta, creo que con toda la razón, porqué en la mayoría de las situaciones de esta cata, los coautores no salieron escocidos (generalmente absueltos). Una de dos, o tampoco se leían los papers o eran responsables de encubrimiento alevoso (un “paper” más, sea como sea). En el segundo caso, deberían haber seguido la misma suerte que los “prodigiosos”, en el primero, como mínimo, serían culpables de mala praxis científica. Reflexionemos todos: ¿cuantos casos conocemos en los que coautores de nuestros trabajos no se han leído el “paper”? ¿O lo que es más grave, cuantas veces nosotros no hemos leído un “paper”, a veces por no entenderlo, a veces por desidia o exceso de confianza, cuyo investigador principal no hemos sido nosotros (a menudo por ser colateral a nuestra actividad). He revisado mi CV, y he detectado que, en las revistas ISI he cometido este error en dos de treinta, mientras que en las publicaciones «no ISI» 14 en 14 de 300 no he realizado la labor que hubiera sido necesaria. ¡Mea culpa! ¿Qué digo pues, si resulta que una de estas últimas contribuciones resulta ser fraudulenta? Insisto que debemos renegar de la hipocresía y reconocer nuestros errores. Después de leer a Horacio no me volverá a ocurrir.  

 

Con vistas e evitar consecuencias indeseadas, se ha propuesto una fórmula que consiste en reemplazar los términos autores y coautores por los de colaborador principal y otros ¡colaboradores!, señalando el papel que cada uno ha desempeñado en una publicación concreta. Sinceramente, a primera vista no  me parece mala idea. Sin embargo, tras sopesarla, considero que llevarla a la práctica es una tarea bastante compleja.

 

Terminemos pues con una pregunta que dará pie a nuestra siguiente contribución. ¿Qué hacen las revistas cuando entre sus páginas se demuestra que hay material fraudulento?

 

Juan José Ibáñez

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6 comentarios

  1. Me gustaría contactar con Juan José Ibañez. Soy autor de un libro sobre Patarroyo y su texto me parece muy interesante. Deseo poder con poder contactar con él. Gracias. Javier

  2. Javier ya te he enviado un mail a la dirección de correo desde donde escribiste.

    Un cordial saludo

    Juanjo Ibáñez

  3. […] Más adelante se nos informa de que “Los estudiantes solamente son responsables de un 40% de los casos de fraude, frente al 32% de los profesores y el 28% de personal investigador en etapas intermedias. Además, cuantas más responsabilidades tienen, más fraudulentos son (…)”. Resulta pues palmario que a mayor poder, mayor tendencia al fraude. No es la pobreza sino las ansias de gloria y egos desmesurados los que determinan que algunos se desvíe por senderos oscuros.  Por tanto, me veo obligado a concluir que estas averiguaciones sostienen mis tesis 3 y 5. Podréis preguntaros: ¿pero enseñan (incitan de alguna manera) estos sénior procelosos a sus estudiantes. Pues sí, esta posibilidad ya ha sido estudiada y corroporada, como esbocé en un antiguo post titulado: El Fraude Científico y los denominados “Jóvenes Prodigiosos” (2º Regularidad). […]

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