Ciencia-y-Dios

Fuente: Colaje Imágenes Google

Allegro ma non tropo” es un breve pero divertidísimo libro, el cual os recomiendo que leáis, ya que nos habla acerca de el papel desempeñado por los estúpidos a lo largo de la historia. Y si albergo efectivamente serias dudas acerca de la sensatez humana, no me ocurre lo mismo en lo concerniente a su estupidez. Y como somos más burros que los burros, tropezamos una y otra vez en la misma piedra. ¿Qué tienen que ver las religiones y la ciencia? Afortunadamente nada.  Y de este tema hemos hablado en numerosas ocasiones en nuestrocurso básico sobre filosofía de le ciencia”. De hecho, tal iniciativa fue provocada por las sandeces vertidas por una científica en otro blog, Ella, haciendo gala de su infinita ignorancia venía a decir “todos los científicos ortodoxos deben ser ateos”. También desde otro Blog un colega catedrático defendía que “todo lo que no es ciencia no deja de ser más que pura superstición”.  Y así, tuve que recordar que “no se puede miscir el agua con el aceite”. 

La ciencia no deja de ser una de las ramas del conocimiento humano que se diferencia de otras justamente por hacer uso inexcusable delmétodo científico”. Otras en cambio no, como la filosofía, metafísica, ontología, etc. Empero en gran parte el conocimiento humano y nuestra cultura han sido guiadas por estas últimas, siendo todas muy respetables. Todo esto viene a cuento por una alucinante noticia que llevaba por título ¿Puede o debe la ciencia probar la existencia de Dios?. En el libro que ha dado lugar a tal nota de prensa, unos ¿colegas?, afirman que existen evidencias de que la ciencia podría dirigirse por tales derroteros (…) hacia la estupidez. Y para más inri, el prólogo de la versión original anglosajona fue escrita por un premio Nobel.

A fecha de 2023 sufrimos una polarización ideológica en el mundo, en el sentido de cada día que pasa las posturas se radicalizan más hasta la demencia. Se trata de esos momentos en que los ciudadanos desconcertados, buscan sentido a sus vidas (ontología) tragándose cualquier producto que les ofrezca un vano consuelo.  Por esta razón en Francia, por ejemplo, tal libro recientemente publicado, se está convirtiendo en un best seller”.

El problema estriba en que se trata de una postura que ya ha generado muchos problemas de cabeza en el pasado, no hará más de vente años. Abajo leeréis el enlace a un post mío de 2007 en el que daba cuenta que los científicos no pueden hacer pasar sus reflexiones personales acerca de la “realidad” como cienciaBruno Latour, del que ya hablamos en nuestro curso, nos recordaba que observamos en mundo como una mente dentro de una cuba con unos agujeritos, que nos permitían observar ciertos aspectos del mundo, y sobre ella construimos lo que consideramos que es la realidad. Empero, como se anunciaba en Expediente X,  “la realidad está ahí fuera”, estando los humanos lejos de conocerla en toda su plenitud.

Se han producido a finales del siglo XX varios intentos de imponer elCreacionismoen las escuelas y eliminar la Teoría de la evolución, actitud infame, por supuesto. Empero a la postre fueron algunos físicos cuánticos y cosmólogos los que añadieron leña al fuego postulando el Principio antrópico, del cual existen versiones más sofisticadas que aluden a la indagación científica como lo son los denominados: “Principio antrópico débil, Principio antrópico Fuerte y Principio antrópico Final, y como no, la pesudoteoría científica  a la que se denomina «Diseño inteligente».

Yo les diría a todos ellos, “zapatero a tus zapatos”. Personalmente soy agnóstico, no entiendo como otros colegas alegan ¡con rotundidad! la inexistencia de Dios. ¿Por qué, si no tienen prueba alguna? Del mismo modo, los fervientemente religiosos, intentan vanamente demostrar su existencia pudiendo responderles con el mismo argumento.  Y entre lerdos anda el juego.  Si uno está absolutamente convencido de que Dios «no existe” me parece muy bien, empero no mezclamos ontología con ciencia. ¿Pueden demostrarlo”? ¡No! Con idéntico argumento les replicaría a los creyentes impenitentes. ¿Podéis demostrar que Dios existe? ¡No! Por lo tanto, hablamos de dos tipos de «creencias», Esto es cuestión de credos.  La famosísima frase que podréis leer abajo en la respuesta a una pregunta de Napoleón que le espetó Pierre-Simon Laplace, nos viene como anillo al dedo. Si nuestra cultura hubiera aceptado plenamente la existencia de Dios, dudo que la indagación científica hubiera progresado, por cuanto cualquier enigma hubiese sido atribuido al designio Divino.

¿Se elige la fe o el ateísmo?

También me pregunto si la fe se tiene o no a voluntad propia. Es decir, si disfrutamos de una capacidad de elección. Os expondré un íntimo secreto personal al respecto.  En mi infancia, hasta los once o doce años, criado en una familia católica, ni me cuestionaba la inexistencia de Dios. Durante unas vacaciones en el pueblo de mi madre, un buen día, yo no recuerdo en que estaba pensando pero (….) de repente quedé completamente aterrorizado al «comprender» que Dios no existía. Me veía como una burbuja de jabón que explota y desvanece para siempre sin dejar rastro: ¡la nada! Tal sensación me generó una angustia enorme y que finalmente me arrastró a una depresión. Mis padres escogieron las dos alternativas posibles: religión y ciencia. Por un lado, hablé con dos sacerdotes católicos muy razonables y cariñosos que intentaron tranquilizarme y devolverme al seno de la iglesia. La religión fracasó: No dio resultado, a pesar de que era lo que más deseaba en aquel momento. También fuí a un psiquiatra que tras sesudas consideraciones recomendó a mi familia dos medidas: (I) prohibir que ingiriera vinagre en modo alguno y (ii) Aquel  «docto doctor», muy sabio él, elucubraba que podía tratarse de un despertar sexual descarriado, animando a mis padres a que mi hermana caminara, de vez en cuando, en ropa interior o muy insinuante al objeto que recondujera mi  pauperrimo “despertar”. Y en esta ocasión, la ciencia triunfó: (I) tras varios años de no ingerir vinagre, ni siquiera puedo añadir unas gotas a la ensalada, ya que me senta como un tiro, me pone muy enfermo y (II) Mi hermana me odió durante varios años. Y yo sin despertar de mi ateísmo, ya que el despertar sexual amaneció algún año después de tamaño “esfuerzo familiar”. Les puedo asegurar que la angustia duró aproximadamente hasta los diecisiete años. Con el transcurso del tiempo, y tras varios episodios que “omito” terminé convencido de que Dios podía existir o no existir y que la respuesta se encontraba lejos de mi alcance, volviéndome agnóstico. He pasado pues y sin quererlo por los tres estados de la espiritualidad, sin desearlo.

Realmente, cuando  leo los textos al uso sobre ateos y creyentes, no dejo de preguntarme ¿Se puede elegir? Francamente “creo” que no. Si fuera tan fácil como afiliarse a un partido político, personalmente sería creyente, ya que es más reconfortante. De aquí que no logre entender que se aborde este tema tan a la ligera, por mucho libre albedrío de tengamos.    

Acontecimientos sobrenaturales que quías no lo sean tanto (..) según la ciencia

Como botón de muestra os propongo lo siguiente: “Mothman: La última profecía” es un filme de ciencia ficción aclamado por el público y denostado por los críticos de cine. A mi personalmente me gustó. En ella se narra como varios de sus protagonistas comienzan a sufrir fenómenos extraños que revelan sucesos (desastres) que van a ocurrir, y sus vaticinios jamás fallaban. Según el guion, seres racionales que viven entre nosotros y en nuestro mundo, intentan comunicarnos “cosas” aunque no los percibamos. La mayoría podemos pensar que se trata de pura ficción de alguna mente calenturienta. Sin embargo, otra vez los físicos y cosmólogos en sus mundos mentales y en busca de la ansiada”:  “Teoría del Todo” has propuesto entre otros constructos matemáticos (varias versiones) de lo que se conome por Teoría de las supercuerdas”  (que algunos defienden y otros no ya que alagan que no ser falsable, como muchas otras…). Pues bien, si pincháis en los enlaces y visionáis la película, se puede llegar a la conclusión de que científicamente es “plausible”. Es decir que efectivamente podrían coexistir otros entes inteligentes en el Planeta junto a los seres humanos.  (¿¿??). Pero en otras dimensiones, como lógicamente estaréis pensando ¿¿?? 

Puedo comprender que, a algunos cosmólogos y físicos cuánticos, maravillados por la belleza y complejidad del mundo, lleguen efectivamente a “creer” que Dios se encuentra al alcance de las ciencias.  Sin embargo, cuando vives oprimido en un mundo repleto de atrocidades, al sufrir la muerte descarnada de tus seres queridos, un creyente puede replantarse su fe y pasar al bando contrario, el de los ateos, ya que de existir tal ser bondadoso y todo poderoso, no se explicaría tanta miseria, crimen y crueldad en el mundo. ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!…..

Resumiendo, la nueva acometida sobre la que versa este post es negativa para la ciencia y da rienda suelta al “diseño inteligente”, que los extremistas religiosos usan para expulsar a la ciencia de las aulas. ¡Flaco favor hacéis a la indagación científica” compñeros!

O dejo con mis posts previos y abundante material sobre el tema recientemente aparecido en la prensa.

 DAR AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS o en nuestro caso Dar a la ciencia lo que es la ciencia y a la religión la fe en Dios.

Juan José Ibáñez

Continúa…….

Mis post Diciembre de 2007.

Ciencia, Religión y Filosofía: Evolución, Creacionismo, Teoría del Diseño Inteligente y las Elucubraciones de Científicos y Filósofos

Científicos y Filosofía de la Ciencia: Una Asignatura Pendiente (La Ciencia Como Cultura vs. La Ciencia Como Instrumento)

¿Puede (o debe) la ciencia probar la existencia de Dios?

Prensa Criticas

FLORIAN J – CULTURA – DECEMBER 12, 2023

Hubo un tiempo en el que la idea de Dios fue todopoderosa. Luego ya no tanto. Copérnico sacó a la Tierra del centro del universo. Darwin sacó al ser humano del centro de la evolución. Y Freud nos sacó incluso del centro de nuestra propia psique. Las explicaciones religiosas del mundo fueron retrocediendo ante el avance del conocimiento científico. Pero hay quien defiende que se ha dado un vuelco y que la idea del Dios creador vuelve a ganar terreno.

El libro Dios, la ciencia, las pruebas (Funambulista), del ingeniero Michel-Yves Bolloré y el empresario Olivier Bonnassies, sostiene que la ciencia moderna es inconcebible si no consideramos la existencia de Dios. En Francia fue un fenómeno editorial que vendió más de 250.000 ejemplares, con prólogo, nada menos, que del Nobel de Física Robert W. Wilson, codescubridor de la radiación de fondo de microondas, una de las pruebas de la teoría del Big Bang. En España lo prologa María Elvira Roca Varela, la ensayista conocida por el ensayo superventas Imperiofobia (Siruela). En una línea similar se ha publicado recientemente Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios (VozdePapel), de José Carlos González-Hurtado.

Bolloré y Bonnassies critican en su libro con dureza el materialismo actual y consideran “pruebas” (aunque no demostraciones) de la existencia de Dios algunos de los descubrimientos científicos del siglo XX. Sobre todo, la teoría del Big Bang: contra los partidarios de un universo estacionario, sin principio ni fin, el Big Bang proporciona la posibilidad de un Dios creador, tal vez no en los términos literales de la Biblia, pero creador, al fin y al cabo. Dios actuaría entonces, en lenguaje teológico, a través de causas secundarias: no crea directamente las cosas del mundo, pero crea el mundo en el que luego van sucediendo las cosas, a través de las leyes de la naturaleza. Curiosamente, uno de los científicos que desarrollaron la teoría del Big Bang, Georges Lemaître, era, además de cosmólogo, abad. Que el universo vaya a acabar en una muerte térmica, frío y oscuro, según predice el Segundo Principio de la Termodinámica, también es un punto para el equipo de Dios, según los autores, que consideran que lo “irracional” hoy es ser materialista.

¿Puede (o debe) la ciencia probar la existencia de Dios?

Un libro superventas en Francia afirma ofrecer pruebas de la presencia de un ser supremo creador del universo y reaviva el debate sobre las relaciones entre la ciencia y la religión

SERGIO C. FANJUL

Madrid – 12 DIC 2023 – 05:15 CET75

 ‘Dios, la ciencia, las pruebas’

Algunos argumentos son muy viejos”, opina Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga. Se refiere al argumento del ajuste fino que se relaciona con el principio antrópico. El primero se fija en que las constantes universales (la velocidad de la luz, la constante gravitatoria o la de Planck) parecen ajustadas perfectamente para la existencia de la vida. Parece que alguien lo ha hecho aposta… El principio antrópico, por otro lado, observa que el universo parece haber sido fabricado pensando en que existamos. Todo encaja milagrosamente bien. “Para eso hay varias respuestas”, dice Diéguez, “por ejemplo, puede haber un multiverso y que este sea solo un universo de tantos, donde se dan esas condiciones. O puede ser una contingencia: la vida ha surgido por el hecho de que ya existían esas condiciones”. También podría apuntarse que en un universo ecualizado de forma diferente podría aparecer otro tipo de vida, como, de hecho, puede aparecer en otros planetas.

Resuena el argumento cosmológico de Tomás de Aquino, recuerda el catedrático, que dice que si existe el universo es necesario que alguien lo haya creado. Hay otros argumentos de este tipo, como el longevo argumento teleológico o del diseño inteligente: si el mundo es complejo, es necesario un Dios que haya urdido esa complejidad. En esta línea, la llamada analogía del relojero propone que donde hay un reloj, tiene que haber un relojero. La complejidad del ojo, por ejemplo, inspira a muchos creacionistas la necesidad de un gran diseñador del mundo, más allá de los azares ciegos de la evolución. Son argumentos débiles.

“No necesito esa hipótesis”

En definitiva, el libro de Bolloré y Bonnassies no acaba de “probar” nada. El jesuita François Euvé ha publicado en Francia una respuesta al primer libro cuyo título se puede traducir como La ciencia, ¿es una prueba para la existencia de DiosConcluye que no. Viene a la cabeza la famosa anécdota sobre el físico Pierre-Simon Laplace, cuando le fue a mostrar a Napoleón sus descubrimientos sobre la mecánica celeste, la explicación razonada de la precisa danza del Sistema Solar. El emperador, no sin fascinación, le preguntó qué pintaba Dios en todo aquello. Laplace le contesto: “Sire, no necesito esa hipótesis”. Si el libro de los franceses probara efectivamente la existencia de Dios, probablemente estaríamos viviendo la mayor revolución en el conocimiento humano. Pero, por lo pronto, las posturas parecen inamovibles, donde han estado siempre, y la religiosidad parece haberse quedado en su campo natural: el de la creencia.

Más allá de este particular, las relaciones entre ciencia y religión siempre han sido complejas. “Desde la revolución científica se han ido refutando muchas creencias aparecidas en los distintos libros sagrados. Desde el movimiento del Sol y los astros hasta la evolución de las especies. La mano de Dios ha ido desapareciendo gradualmente de todos los campos del conocimiento”, dice Jorge J. Frías, presidente de ARP (Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico). Un hito fundamental fue el juicio y condena de Galileo por sus ideas heliocéntricas, en 1633. Con el tiempo el conflicto amainó, en parte, por la aceptación de la Iglesia católica de las ideas científicas, como la teoría de la Evolución. Otras ramas del cristianismo siguen apostando por el creacionismo, la creación como literalmente se narra en la Biblia, lo que provoca no pocos conflictos entre ciencia y religión en la educación estadounidense.

Entre los científicos, aunque a priori se pueda pensar que tienden al ateísmo, ha habido de todo: ateos, teístas (creyentes con revelación), deístas (creyentes sin revelación), agnósticos… “Casi todos los grandes físicos históricos han sido creyentes de una forma u otra”, afirma el astrofísico Eduardo Battaner, autor de Los físicos y Dios (Catarata). El deísmo fue, por ejemplo, la creencia de Albert Einstein: la idea de que hay un ser supremo, pero no personal, indiferente a nuestra presencia, que no interviene en el mundo. No el Dios de las religiones monoteístas. Suena más misterioso, inmanente, espiritual.

En el libro de Bolloré y Bonnassies participa Paul Davies, físico de la Universidad de Arizona, autor de Dios y la nueva física, que no pertenece a ningún credo particular, pero que se niega a creer que el universo sea un mero “accidente fortuito”. “El universo físico está arreglado con tal ingenio que no puedo aceptar esta creación como un hecho en bruto. Debe de haber, en mi opinión, un nivel más profundo de explicación. Si queremos llamarlo ‘Dios’ es una cuestión de gusto y definición”, explica. Otra postura compatible con la ciencia es la del filósofo Baruch Spinoza: Dios es la propia naturaleza. Lo es todo, no una entidad aparte que gobierna los destinos del mundo. La idea de fondo en muchos de estos casos es que no es menester de la ciencia ocuparse de la idea de Dios, que debe quedarse en el ámbito de la creencia o, en todo caso, de la teología. “La ciencia no sirve para demostrar que Dios existe, ni para demostrar que Dios no existe”, afirma Diéguez.

Ciencia y religión

En teoría, las creencias de los científicos no tienen por qué afectar a sus posturas e investigaciones, pero las cosas no son tan sencillas. “Hay que tener en cuenta que los científicos solo tenemos un cerebro y su compartimiento en dos modos de operar es algo artificial y no fácil de lograr”, apunta Battaner. Históricamente, las creencias sí influyeron en la ciencia. Kepler quiso ser muy preciso en su trabajo para informar al mundo de cómo lo había hecho Dios. Newton creía en la necesaria intervención de Dios para que el Sistema Solar no se desordenara. Einstein se intentaba poner en el papel de Dios para juzgar sus teorías… ¿Dios lo hubiera hecho así? “A la hora de trabajar no es sencillo arrinconar los sentimientos”, añade.

Esa compatibilidad entre ciencia y creencia tiene sus críticos. “Puesto que los humanos no somos objetivos, algunos científicos intentan darle vueltas de tuerca al asunto para que se acomode a las creencias propias”, explica Jorge J. Frías. Se refiere, por ejemplo, al paleontólogo y divulgador Stephen Jay Gould, que defendía que ciencia y religión son dos “magisterios que no se superponen”. Es decir, que eran perfectamente compatibles. “Eso sería cierto si las religiones afirmaran que los protagonistas de sus leyendas son personajes de ficción”, agrega Frías, “pero lo que dicen es que crean, destruyen, transforman e interactúan con el mundo. Y es ahí donde chocan con la ciencia”.

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La ciencia desde la fe. Los conocimientos científicos no cuestionan la existencia de Dios

Autor: Reseña de Alister McGrath, La ciencia desde la fe. Los conocimientos científicos no cuestionan la existencia de Dios, Espasa, Barcelona, 328 pp.
Publicado en: Huellas.org
Fecha de publicación: 2016

Un ‘bestseller’ dice que la ciencia demuestra la existencia de Dios. No tan deprisa

El ensayo ‘Dios, la ciencia, las pruebas’ sostiene que hay evidencias científicas que prueban que hay un ser divino. Es uno de los libros más estúpidos de los últimos tiempos

Por Ramón González Férriz; 17/10/2023 – 05:00

¿Puede demostrarse científicamente la existencia de un ser divino? Dios, la ciencia, las pruebas. El albor de una revolución (recién publicado en España por la editorial Funambulista) sostiene que los últimos avances científicos así lo sugieren. Su punto de partida es intrigante: tras la revolución científica del siglo XVI, afirman sus autores, casi todos los descubrimientos de la ciencia, como el heliocentrismo, la edad de la tierra o la selección natural, “parecían converger para atacar los fundamentos de la creencia en Dios y socavar los pilares de la fe”. Eso, unido al aumento de la riqueza que, en los últimos siglos, ha impulsado el avance tecnológico, hizo que muchas personas abandonaran la religión sin pensárselo demasiado. Simplemente, porque está ya no parecía necesaria para comprender el funcionamiento de la vida y el universo.

Sin embargo, sostienen los autores, parecería que nuevos descubrimientos científicos están revirtiendo esa tendencia: muchos de ellos —vinculados a la termodinámica, la teoría de la relatividad o el Big Bang— más bien tienden a demostrar la existencia de un ser sobrenatural que puso en marcha el universo en el que vivimos. Su libro pretende reforzar este argumento con una larga sucesión de pruebas científicas. Pero también denuncia que, si los ciudadanos nos negamos a aceptarlo, es porque nos encontramos presos del “materialismo” que domina el mundo intelectual. Nuestra “ideología” es “un obstáculo a la aceptación de la verdad y al examen sereno de las pruebas capaces de revolucionar nuestra concepción del mundo”. Dios, la ciencia, las pruebas es uno de los libros más estúpidos que he leído en mucho tiempo.

Un éxito en Francia

Sin embargo, tuvo mucho éxito en Francia. Publicado por una editorial en la que abundan los títulos relacionados con la espiritualidad, la comunicación extrasensorial y las dietas milagro, fue objeto de una intensa campaña facilitada por el hecho de que uno de los autores es hermano de Vincent Bolloré, presidente del enorme conglomerado mediático francés Vivendi y principal promotor de la carrera de Éric Zemmour, el candidato presidencial situado a la derecha de Le Pen. Otros medios conservadores, como Le Figaro o la revista del corazón Paris Match, también se entusiasmaron con la posibilidad de que la ciencia demostrara la existencia de Dios. Pero algunos medios católicos, como La Croix, denunciaron que el libro era “un error tanto científico como religioso”. Se trata de la típica polémica mediático-intelectual francesa. Y, como tantas veces sucede, esta dice mucho de nuestro mundo actual, pero nada sobre la calidad de los argumentos de quienes la inician. Porque Dios, la ciencia, las pruebas está lleno de disparates. Por ejemplo, hace un listado de los científicos que, con sus hallazgos, contribuyeron a transmitir que la ciencia hacía innecesaria la religión. Entre ellos están nombres como Copérnico, Galileo, Newton o Darwin, pero también dos que no pueden considerarse de ninguna manera hombres de ciencia: Karl Marx —un sociólogo que nunca utilizó el método científico— y Sigmund Freud —en esencia, un escritor de ficción—. Sin embargo, esa inclusión les permite afirmar de manera asombrosa que la caída de la Unión Soviética y el descrédito de las teorías psicoanalíticas son, también, un indicio de la existencia de Dios.

Pero no es solo eso. Según los autores, los materialistas sostienen que “el bien y el mal se pueden decidir democráticamente, sin límite alguno”, lo que significa que los ateos carecemos de ética individual. Denuncian que los materialistas inventaron teorías alternativas para desacreditar aquellas que consideraban equivocadas porque tenían en cuenta la existencia de Dios: es decir, les reprochan que hicieran lo que deben hacer los científicos, elaborar teorías. Cuentan con algún apoyo científico, aunque este no parece muy entusiasta: “Aunque [la] tesis general [del libro] no me aporta una explicación suficiente, acepto su coherencia”, dice en el prólogo el premio Nobel Robert Woodrow Wilson (que, según L’Express, se arrepintió de haberlo escrito tras reconocer no haber leído el libro entero). El prólogo de la edición española es aún más desconcertante: lo escribe Elvira Roca Barea, que reconoce ser no creyente y, por supuesto, no es científica. Los autores del libro afirman que la caída de la URSS y el descrédito de las teorías psicoanalíticas son, también, un indicio de la existencia de Dios Más delirante aún es la segunda mitad del libro, en la que los autores abandonan los argumentos científicos y pretenden demostrar la existencia de Dios por otros medios. Así, por ejemplo, la historia del pueblo judío —“su regreso a Palestina, las profecías que lo acompañan, las guerras relámpago inesperadas, la cantidad y notoriedad de sus intelectuales”, entre otras singularidades— no puede responder a “un relato materialista” y es una probable prueba “de la existencia de un dios”, una conclusión que, dicen, puede resultar “perturbadora para los lectores occidentales impregnados de racionalidad laica y de igualitarismo puntilloso”. Luego está el capítulo: Fátima: ¿ilusión, engaño o milagro?, que considera que “el tema de los milagros puede y tiene que ser abordado racionalmente”. Y concluye que, cuando se produce una transgresión de las leyes científicas, eso no debe ser un acicate para intentar elaborar nuevas teorías que nos permitan comprender mejor esas leyes, sino que “debe llevar a un espíritu racional a quedarse con la explicación más simple, a saber, la existencia de un dios todopoderoso”. Para acabar, vuelta a la ética: “si usted retrocede de horror ante la idea de herir a un alma inocente, es porque la voz de Dios resuena en su alma”. Lo que significa que los ateos no pueden horrorizarse ante la idea de infligir daño a un inocente o que los creyentes nunca infligen daño a inocentes. Los ejemplos de lo contrario son tantos que es estéril mencionarlos.

¿Es necesario que la ciencia respalde la fe?

Dios, la ciencia, las pruebas dice mucho de nuestro tiempo: quiere vestir de racionalidad lo que es una legítima creencia religiosa, y quiere convertir en un asunto religioso lo que son legítimas opiniones políticas conservadoras. Para todo aquel que tenga curiosidad por los complejos vínculos entre ciencia y religión, este libro es una enorme pérdida de tiempo que, por supuesto, no demuestra que la ciencia pruebe la existencia de Dios. Y más allá de eso, ¿realmente un creyente necesita que la ciencia demuestre la existencia de Dios? Como ateo, no tengo una respuesta convincente a esta pregunta. Pero, en todo caso, la existencia o no de Dios es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de obras como esta.

El libro

Dios – La ciencia – Las pruebas: El albor de una revolución (Ensayos) Tapa blanda – 4 octubre 2023

El Nobel de Física Robert Wilson ve necesaria la inversión en ciencia para evitar fuga de cerebros y afrontar la crisis

Llega a España el libro más vendido en Francia sobre las pruebas de la existencia de Dios, con prólogo del Premio Nobel de Física

«Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución» reúne la aportación de 260 grandes científicos y 62 premios Nobel

Alister McGrath es biofísico y teólogo, profesor de ciencia y religión de la Universidad de Oxford. Es uno de los mejores apologistas cristianos del momento. En este libro narra retazos de su propia historia vital. Contagia al lector su pasión infantil y juvenil por la ciencia; su admiración por la naturaleza y el entusiasmo de sus primeros experimentos. Describe su posición ideológica inicial de rechazar las preguntas últimas sobre el hombre y la existencia, porque pensaba que la ciencia exigía ser materialista y, en definitiva, nihilista. Narra sus estudios de ciencia en Oxford y Cambridge. Y confiesa el progresivo descubrimiento del valor de las preguntas fundamentales que todo hombre se plantea. Reconoce que la mayoría de los científicos comprenden la necesidad de una visión enriquecida de la realidad, que admita el asombro y el misterio –que son el estímulo necesario para el progreso de la ciencia. Y, finalmente, la admisión de la fe cristiana que le conduce a su estudio en profundidad.

En realidad, no se trata de un libro autobiográfico, pero sí está escrito desde la pasión personal del que busca la verdad –cognitiva y existencial– y es capaz de transmitir esa pasión de modo eficaz. Estas páginas están escritas desde la perspectiva de que la existencia humana es un largo o corto camino para comprender la verdad y actuar de acuerdo a ella. Un camino que no tiene final porque el conocimiento humano siempre puede crecer, tanto en extensión –¡podemos saber más cosas!– como en profundidad –quizá incluso alcanzar conocimientos más profundos, más interesantes, más útiles–. Pero ese camino tiene como comienzo el deslumbramiento que la propia riqueza de la realidad puede provocar en el ser humano. Sin embargo, ese inicio está hoy amenazado por el mito del conflicto o de la guerra entre ciencia y religión. Cada una de estas páginas ha sido escrita para corregir ese mito y, a la vez, mostrar el enriquecimiento que supone la búsqueda de la inteligibilidad y de la coherencia de la realidad desde las diferentes perspectivas que los hombres hemos descubierto y desarrollado.

La idea central es que no se pueden comprender bien las cosas desde una sola dimensión cognitiva, por singular que sea. La comprensión que el hombre tiene de sí mismo y del mundo solo puede alcanzar su sentido articulando los diferentes relatos, imágenes y mapas que el hombre ha ido desarrollando. Comprender la realidad significa tejer un complejo conjunto de hilos de diferente grosor y calidad y de distintos colores en una trama armoniosa. El valor de esa comprensión dependerá de que exprese la belleza y las maravillas del mundo que despierta el asombro en nosotros. La ciencia es solo ciencia, un instrumento decisivo para conocer aspectos de la realidad. Por eso no sirve para todo. La vida humana se entiende como una narración en la que deben conjugarse diferentes niveles de la realidad que nos permitan elaborar mapas con los que podamos entendernos con los demás y no perdernos en la historia.

La ciencia sirve para ver correctamente una dimensión del mundo y responde de este modo al anhelo de certeza que todos poseemos. Pero, a la vez, algunas cosas de importancia esencial quedan «fuera de los dominios de la ciencia» (Einstein, según refiere R. Carnap en P.A. Schipp (ed.), The Philosophy of Rudolf Carnap, La Salle (III.), Open Court, 1963, p. 38, cit. en 263). Quizá no podamos elaborar teorías sobre el sentido de la vida humana, aunque necesitamos que nuestra vida tenga un objetivo que pueda suscitar la fuerza de la esperanza. A veces necesitamos cambiar de perspectiva para ver correctamente. ¿Quién quedaría satisfecho al ver el revés de un tapiz? La fe religiosa es, en muchas ocasiones, un cambio de mentalidad que ofrece perspectivas inéditas y llena de alegría el corazón del hombre mientras ilumina la entera realidad. La fe es una luz que se debe juzgar por la multitud de cosas que ilumina cuando se posee (C.S. Lewis, Essay Collection, Londres, HarperCollins, 2002, p. 21; cit. 95 y 252). Incluso así comprendemos por qué podemos hacer ciencia exacta en un universo extrañamente racional: ha sido creado por un ser inteligente.

No se trata solo de afirmaciones. El autor repasa tres temas esenciales en el diálogo entre ciencia y fe: el universo (cap. 3), la vida (cap, 4) y el ser humano (cap. 5). El universo creado permite naturalmente comprender la extraña racionalidad que manifiesta hasta en sus detalles más pequeños: así la fe crea las condiciones intelectuales para que la ciencia sea un camino razonable para el conocimiento del universo. Pero no hay de hecho ningún argumento científico contra la creación ni puede haberlo, puesto que la naturaleza de Dios escapa de los límites que la ciencia se ha autoimpuesto como saber cierto. Pero lo más asombroso es que la fe nos permite comprender otro modo de existencia real que la ciencia no alcanza: la eternidad. La discusión sobre el evolucionismo resulta singularmente atractiva, además de una divertida crónica del desarrollo de las ideas. La relación entre la evolución y la fe ha enfrentado ciertas tensiones, pero nadie ha expresado de modo coherente ninguna incompatibilidad entre ambas explicaciones. Además, el autor muestra el inconveniente de usar la ciencia para definir la existencia humana y nuestro modo de comportarnos: la eugenesia que se desarrolló al comienzo del s. XX se apoyaba explícitamente en la teoría de la evolución. Pero la evolución no es culpable de su uso fraudulento (145-149). El episodio muestra más bien la necesidad de pensar con más amplitud y lograr una comprensión más rica y luminosa de la realidad para que nuestros actos tengan más sentido y estén bien orientados.

Finalmente McGrath afronta la cuestión de lo que hace humano al hombre. Ciertamente aquí pueden leerse algunas de las exposiciones refutativas más elegantes de los reduccionismos. Pero, a mi entender, lo decisivo corre a cuenta de una comprensión del hombre que no puede dejar de preguntarse y hablar de Dios. De la misma manera, la historia del hombre muestra que no todo son luces, que en ocasiones somos responsables –científicos y hombres corrientes– de hechos verdaderamente horrorosos y que tanto la ciencia como la religión pueden estropearse y contribuir a nuestra desgracia. Por tanto no podemos dejar de reflexionar, buscar de nuevo lo mejor y crear modos nuevos para una cultura más humana. Aunque eso requiera algo más que ciencia.

Necesitamos respuestas racionales para las cuestiones fundamentales de nuestra existencia. Nos importa mucho que nuestra historia, la de cada uno, tenga sentido y podamos llamarla buena. Pero de la misma manera que la ciencia no puede responder a las preguntas fundamentales de la existencia humana, puesto que está diseñada para otra cosa, tampoco la ciencia nos enseña qué bien hemos de hacer. La ética requiere una atención diferente de la que impone la ciencia en sus dominios. Incluso en este tema la propia razón humana descubre sus límites: el respeto y la benevolencia requieren una mirada amplia que alcance a toda la humanidad actual y a cada una de las próximas generaciones. Y en este punto la fe religiosa muestra detalles de su valor cuando es capaz de suscitar el heroísmo de la entrega por los demás.

A lo largo del libro aparecen argumentos sólidos y réplicas acertadas sobre algunas de las afirmaciones de los ateos más renombrados. Por ejemplo, «Dawkins presenta una refutación convincente del enfoque de Paley. Por desgracia, él parece creer que esa misma refutación sirve para convencernos de que renunciemos a Dios en general» (129). Alexander Krauss, siguiendo a Stephen Hawking, argumenta sobre cómo surge ‘algo’ de ‘la nada’ para anular la realidad de la creación y suprimir la necesidad de Dios. «Y bien, ¿qué entiende Krauss por ‘nada’? Esto es lo que escribe al respecto: ‘Cuando hablo de nada no quiero decir la nada, sino simplemente nada, que en este caso es la nada que normalmente llamamos espacio vacío’. Krauss piensa, al parecer, que escribiendo ‘nada’ en cursiva está resolviendo un problema metafísico, cuando lo único que da a entender con ello es que la ‘nada’ de Krauss no es ‘nada’ alguna» (120-121). Comenta también el título que hizo famoso a Desmond Morris, El mono desnudo: «es una buena manera de acaparar titulares de prensa, pero es una interpretación sencillamente equivocada. En realidad, somos ex simios» (162). O, comentando el ‘antiteísmo’ de Ch. Hitchens, dice: «eso nos ayuda a entender por qué el Nuevo Ateísmo suele parecer una imagen especular del teísmo. Sus más destacados representantes parecen definirse por la obsesión por aquello contra lo que se posicionan, como si se refirieran todo el tiempo a un antiguo amor del que no pudieran dejar de hablar» (29). O sobre Sam Harris: «pese a todo el bombo publicitario que acompañó a su libro, tengo la impresión de que ni el propio Harris cree de verdad que pueda (la ciencia servir de base a la ética). Ni la ciencia ni los científicos disfrutan de conocimiento privilegiado alguno a la hora de discernir lo que está bien o lo que es bueno, ni cómo conseguirlo» (229).

Dentro del extenso conjunto de argumentos que se desarrollan en estas páginas considero conveniente subrayar dos. El primero se refiere directamente a Dawkins y el segundo a Hitchens. McGrath cita un texto de Dawkins que reza así: «[Los genes] abundan en grandes colonias, a salvo dentro de gigantescos y lerdos robots, encerrados y protegidos del mundo exterior, comunicándose con él por medio de rutas indirectas y tortuosas, manipulándolo por el control remoto. Se encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la razón última de nuestra existencia» (El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta, Barcelona, Salvat, 2002, p. 25; cit. en 163). Y, siguiendo la crítica de Denis Noble, pregunta: ¿qué es lo que hay de científico en este texto? Solo la afirmación de que los genes están en usted y en mí señala un hecho empírico correcto. Todo lo demás es literatura y compromisos ideológicos previos no verificados revestidos de especulación metafísica. Por esa razón, propone reescribir el enunciado de Dawkins, dando la vuelta por completo a sus supuestos metafísicos y conservando la única afirmación empíricamente verificable del texto original. Quedaría así: «[Los genes] están atrapados en grandes colonias, encerradas dentro de seres sumamente inteligentes, moldeadas por el mundo exterior, con el que se comunican mediante procesos complejos a través de los cuales, a ciegas, como por obra de magia, emerge una función. Se encuentran en ti y en mí; nosotros somos el sistema que permite que se lea su código; y su preservación depende por completo del goce que sentimos reproduciéndonos. Somos la razón última de su existencia» (La música de la vida: la biología más allá del genoma humano, Madrid, Akal, 2008, ver la discusión en 162-165). No creo que sea necesario añadir más.

Por otro lado, considero importante el segundo argumento contra Hitchens. Este autor titula su libro de modo provocador: Dios no es bueno. Pero este autor piensa, además, que la religión se basa en una ficción, que es una creación humana. «Dios no creó al ser humano a su imagen y semejanza. Evidentemente, fue al revés» (Ch. Hitchens, Dios no es bueno: Alegato contra la religión, Barcelona, Debate, 2008, p. 22; cit. en 187). Pero si eso es así, entonces afirmar que Dios es un tirano genocida significa que lo que realmente ocurre es que somos nosotros mismos los que somos así. Y de ese modo, «cuando decimos que la religión nos pervierte, simplemente estamos diciendo que nos hemos pervertido solos… La culpa es solo nuestra» (187). Si el mal es real no podemos atribuirlo a una entidad inexistente, sino que es la imagen de cómo somos realmente (188).

Lo decisivo de este libro aparece al final. El título del último capítulo es claro: «Ciencia y fe. Dar sentido al mundo, dar sentido a la vida» (243). Es la propia necesidad de comprensión la que conduce a abrir los ojos. La ciencia, ciertamente, nos proporciona una manera de ver las cosas, pero no es una descripción completa del universo. La reflexión filosófica y la vida religiosa no son invenciones humanas para encontrar consuelo, sino el modo radicalmente humano de ver el mundo con más claridad; con tanta claridad que podamos tomar nota de los misterios maravillosos que nos rodean y sostienen. La religión enriquece el discurso científico, conduce a una comprensión más rica del hombre y de su vida, le proporciona claridad y motivos para actuar, llena de razones el empleo del conocimiento técnico y estimula la curiosidad científica. Da sentido a cada momento de nuestra vida y nos permite mirar con seguridad al futuro. «Es un modo de ver las cosas que nos permite, no ya existir, sino también vivir» (273). Un libro que conviene leer y, aun mejor, asimilar sus propuestas con la misma sencillez y claridad con que se proponen.

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