Cuando Felipe IV subió al trono el 31 de marzo de 1621 era un joven de dieciséis años, recién casado y con escasa experiencia política. Su flamante equipo de ministros, encabezado por Baltasar de Zúñiga y el conde de Olivares, apeó rápidamente a las cabezas del régimen dirigido por el duque de Lerma en las décadas precedentes. En Madrid “se levantaban las mañanas las gentes con hambre de orden”, esperando una restauración de la justicia y del gobierno virtuoso.

La necesidad era perentoria, porque la Monarquía se enfrentaba a una de sus encrucijadas más decisivas: apenas un mes después concuyó la Tregua de los Doce Años, que implicaba reanudar la ruinosa guerra en los Países Bajos, a la vez que el conflicto en el Sacro Imperio, en el que la participación era cada vez más directa, se fue complicando hasta constituir la primera fase de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Además, los otros escenarios de la Monarquía tampoco garantizaban la quietud. En este contexto, la financiación del gasto ofrecía señales de agotamiento y exigía propuestas audaces, mientras que la situación económica se encontraba con sombrías perspectivas. Entretanto, el arte y la literatura del Siglo de Oro florecían en su mayor esplendor.

En esta coyuntura decisiva, que combinaba las manifestaciones de poderío imperial con las debilidades sistémicas, comenzó el reinado de Felipe IV. Por ello, reflexionamos sobre los problemas que se le planteaban a la Monarquía, la posibilidad de cambios de rumbo y la vitalidad del sistema más allá de la visión de una decadencia inexorable.

COORDINADORES:

Carlos Javier de Carlos Morales (IULCE-UAM)

Rubén González Cuerva (CSIC-IULCE)

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