La herencia y la medicina en Montaigne (1533-1592)
Existe cierta manera de humildad sutil que emana de presunción, como la que hace que reconozcamos nuestra ignorancia en muchas cosas y seamos tan corteses que declaremos la existencia en las obras de la naturaleza de algunas cualidades y condiciones que nos son imperceptibles, y de las cuales nuestra insuficiencia no alcanza a decir los medios y las causas. Con esta honrada declaración de conciencia esperamos ganar la ventaja de que se nos crea igualmente en aquello que decimos comprender. Inútil es que vayamos escogiendo milagros y casos singulares extraños; paréceme que entre las cosas que ordinariamente vemos hay singularidades incomprensibles que superan la dificultad de los milagros. ¿Qué cosa más estupenda que esa gota de semilla, de la cual somos producto, incluya en ella las impresiones no ya sólo de la forma corporal, sino de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres? Esa gota de agua, ¿dónde acomoda un número tan infinito de formas, y cómo incluye las semejanzas por virtud de mi progreso tan temerario y desordenado que el biznieto responderá a su bisabuelo, y el sobrino al tío? En la familia de Lépido, en Roma, hubo tres individuos que nacieron (no los unos a continuación de los otros, sino por intervalos) con el ojo del mismo lado cubierto con un cartílago. En Tebas había una familia cuyos miembros llevaban estampado desde el vientre de la madre la forma de un hierro de lanza, y quien no lo tenía era considerado como ilegítimo. Aristóteles dice que en cierta nación en que las mujeres eran comunes, los hijos asignábanse por la semejanza a sus padres respectivos.
Puede creerse que yo debo al mío mi mal de piedra, pues murió afligidísimo por una muy gruesa que tenía en la vejiga, y sólo advirtió su mal a los sesenta y siete tiros de su edad; antes de este tiempo nunca sintió amenaza o resentimiento en los riñones, ni en los costados, ni en ningún otro lugar, y había vivido hasta entonces con salud próspera, muy poco sujeto a enfermedad. Siete años duró después del reconocimiento del mal, arrastrando un muy doloroso fin de vida. Yo nací veinticinco años, o más temprano, antes de su enfermedad, cuando se deslizaba su existencia en su mejor estado, y fui el tercero de sus hijos en el orden de nacimiento. ¿Dónde se incubó por espacio de tanto tiempo la propensión a este mal? Y cuando mi padre estaba tan lejos de él, esa ligerísima sustancia con que me edificó, ¿cómo fue capaz de producir una impresión tan grande? ¿y cómo permaneció luego tan encubierta que únicamente cuarenta y cinco años después he comenzado a resentirme, y yo sólo hasta el presente entre tantos hermanos y hermanas nacidos todos de la misma madre? A quien me aclare este problema, creeré cuantos milagros quiera, siempre y cuando que (como suele hacerse) no me muestre en pago de mi curiosidad una doctrina mucho más difícil y abstrusa que no es la cosa misma.
Que los médicos excusen algún tanto mi libertad si digo que merced a esa misma infusión e insinuación fatales he asentado en mi alma el menosprecio y el odio hacia sus doctrinas. Esa antipatía que yo profeso al arte de sanar es en mí hereditaria. Mi padre vivió setenta y cuatro años; mi abuelo sesenta y nueve, y mi bisabuelo cerca de ochenta, sin que llegaran a gustar ninguna suerte de suerte de medicina; y entre todos ellos, cuanto no pertenecía al uso ordinario de la vida era considerado como droga. La medicina se fundamenta en los ejemplos y en la experiencia; así también se engendran mis opiniones. ¿No es el que ofrecen mis abuelos un caso peregrino, prueba de experiencia y de los más ventajosos? Ignoro si los médicos acertarían a señalarme consignado en sus registros otro parecido de personas nacidas, educadas y muertas en el mismo hogar, bajo el mismo techo, que hayan pasado por la tierra bajo un régimen de vida hijo del propio dictamen. Necesario es que confiesen en este punto que si no la razón, al menos la fortuna recae en provecho mío, y téngase en cuenta que entre los médicos acaso vale tanto fortuna como la razón. Que en los momentos presentes no me tomen como argumento de sus miras, y que no me amenacen, aterrado como me encuentro, que esto sería cosa de superchería. De suerte que, a decir la verdad, yo he ganado bastante sobre los médicos con los ejemplos de mi casa, aun cuando en lo dicho se detengan. Las cosas humanas no muestran tanta constancia: doscientos años ha (ocho solamente faltan para que se cumplan) que aquel largo vivir nos dura pues el primero nació en mil cuatrocientos dos; así que, razón es ya que la experiencia comience a escaparnos. Que no me echen encara nuestros Galenos los males que a la hora presente me tienen agarrado por el pescuezo, pues haber vivido libre de ellos cuarenta y siete años, ¿no es ya suficiente? Aunque éstos sean el fin de mi carrera, considérola ya como de las más dilatadas.
Montaigne: Ensayos. Libro II, Capítulo XXXVII: De la semejanza entre padres e hijo. Edición en francés aquí.