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d’Ors Eugenio (1882-1954)

Donde las ideas aparecen, el resultado suele ser todavía peor. Porque el historicismo, durante los años que nos preceden, tan se ha puesto a la escuela del prejuicio evolucionista, que la sombra de Darwin parece presidir la íntima devoción de cada una de estas compilaciones que, a escuela darwiniana se colocan, cuando no ocurre que, no poco a estilo de monsieur Jourdain, hablen en darviniano sin saberlo.

Esto se las conoce en su general relativismo, y más aparentemente aún y para empezar, en la gran preponderancia que se les ve conceder, desde las primeras páginas, no ya a lo prehistórico, sino a lo paleontológico, y hasta lo geológico, cuando no se llega a lo astronómico, con tendencia evidente a rebajar el color propiamente humano en la evocación del pasado del mundo. Así como en la hora de Copérnico y de Galileo la tierra pasó a ser , astronómicamente, un simple caso particular, en un sistema cosmológico más vasto, de concepción más “neutral” desde el punto de vista de los intereses humanistas o del orgullo humano, así, en otra paralela, el evolucionismo moderno tiende a sumir la civilización en la vida y ésta en la materia, con lo cual la historia humana, capitulillo insignificante por lo que dice a su duración en tiempo, viene a achicarse en importancia, ante las grandes cifras que representan cronológicamente el proceso de los mundos. No hay que insistir en lo que representan, como radicalismo evolucionista, las tres versiones de diversa envergadura dadas en su Esquema de la Historia por Herbert Wells. Pero tampoco hay por qué ocultar que principios análogos presiden sin duda a la Historia del Mundo, de José Pijoan, que el editor Salvat viene publicando en Barcelona.

No poco de lo bueno que contiene este notable esfuerzo queda inútil por culpa de ese desdichado espíritu que ha movido a abrir, por ejemplo, las ilustraciones del primer volumen, con grabados y láminas de plesiosauros, volcanes, bólidos y otras nebulosas.

Eugenio d’Ors. 1949. Nuevo Glosario. Vol III 1934-1943. Aguilar Madrid. P 78.

 

Desde fines del siglo XVIII, una interpretación capciosa de la historia de la humanidad ha pretendido encontrar su explicación en ciertas teorías biológicas. La fundamental tendencia anticristiana de esta interpretación toma el color de un “naturalismo” que creyó durante más de un siglo encontrar su base en sucesivos descubrimientos científicos. El conjunto de aquella se designa con el nombre de “evolución”, y con el de “evolucionismo” y, en las Ciencias naturales de “transformismo” el sistema teórico que la animaba. Esencialmente, el evolucionismo parte del principio de que las especies de los seres vivos son mudables las unas en las otras; por lo cual cada una, tomada en su generalidad, se encuentra en continuo proceso de cambio hacia la aparición de otra especie distinta. Algunos descubrimientos de sabios como Goethe, Lamarck y Darwin movieron a atribuir a tales procesos el carácter de ley universal; este último quiso dar a la pretendida ley todo su alcance, por lo cual la teoría que la preconiza es también designada con el nombre de “darwinismo”. Lo humano y la historia humana pasan entonces a ser considerados como simples episodios, por dilatados en el tiempo que sean, de esta evolución general. Los caracteres, tanto físicos, como intelectuales, propios de la especie humana, deben así verse explicados como adquisiciones ganadas en algún momento, por vago que se presente, del proceso natural; acaso desarrollos asentados sobre el tipo de alguna especie anterior, el mono por ejemplo, cuyas semejanzas anatómicas con la especie humana llamaron la atención de los naturalistas.

 

Con el juego de estas hipótesis, la ciencia ha trabajado durante el siglo de referencia en eliminar la necesidad de ciertas grandes intervenciones de algún poder sobrenatural en la naturaleza: en primer lugar, la Creación , que la saca del no existir; Luego la Revelación, que introduce los elementos de la racionalidad en la mente del hombre; el Pecado original y la Redención, en fin; el primero como introductor de cierta ruptura en el orden de la naturaleza, de la cual ruptura sale, para el individuo, la necesidad de la muerte; la segunda, la Redención, como fijación de un contorno, gracias al cual la especie humana es pensada por los hombres como una, a pesar de su dispersión local, y como fija, a pesar de su continuidad en el tiempo. Otro prejuicio, formado entre los modernos con cierta anterioridad al de evolución, vino a  apoyar, en cierto modo, las concepciones de ésta: el del progreso indefinido, según el cual el continuo cambio o mutación de la especie humana se producía en el sentido de una sucesiva y continuada perfección, comparable a la que el curso de la vida introduce en nuestro organismo; salvo que, para la totalidad de la especie, no había de producirse la decadencia que en éste introduce la caducidad del individuo, su vejez. De ahí salían las tesis de que la más antigua situación de la humanidad tenía que haber sido la de inhabilidad e ignorancia; de que el camino de la misma a través del tiempo constituía un itinerario de avance en la industria y en el conocimiento, en las destrezas como en los saberes; de que, por consiguiente, el hombre primitivo había sido siempre un salvaje en un estado de civilización comparable al de los grupos humanos que todavía conocemos y que, por haber quedado rezagados en esa marcha progresiva de la civilización, se presentan a nosotros con una vida rudimentaria, a la cual llamamos precisamente “salvajismo”.

 

 

Eugenio d’Ors. Pp 35-37. La Civilización en la historia. Criterio Libros. Madrid 2003

 

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Ossadón Valdés, Juan Carlos

 

Hoy los estudiantes creen que esta teoría ha sido descubierta por biólogos e impuesta por sus pruebas científicas. La verdad es muy diferente: ha sido inspirada por el pensamiento liberal e impuesta por presión ambiental en nombre de la ciencia

 

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Owen, Richard (1804-1892)

 

la mayoría de las afirmaciones de Mr Darwin eluden, por su vaguedad e incompletitud, la prueba de los hechos de la Historia Natural.

 

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